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sábado, 12 de noviembre de 2016

Once del once del dieciséis.



Noviembre es el estado mental que hizo echarse a Ismael a la mar y es un rumor de lluvia y una quietud que emblanquece los prados. Los pasos se amortiguan formando una estela engañosa de tiempo lento: vuela, cual suele. Las chimeneas bostezan y las tabernas se agitan, en un rincón donde cansado de mí mismo, mastico el silencio.

Leo un artículo . Me resulta banal, forzando analogías y aplicando el fuelle sobre una realidad aún sobria para, engrandeciéndola, estampar una apostilla épica a una prosa que no puede mantenerse atronadora sobre las bases del aburrimiento político, tan deseable. Oh, articulista, mi semejante, mi hermano. Quizá me despreciaras si leyeras un blog comparándose con tu columna del alba. Y es posible que tengas razón. Su autor está agotado y aunque imagina a Moby Dick tras las tormentas del futuro, aún se ve en el puerto, pensando si unirse a la tripulación.

Y sin embargo, un fragmento me remueve:

Tenía que ser un rabino, el agudo Jonathan Sacks, quien esclareciera la entraña religiosa del fenómeno populista. Dice Sacks que el individuo occidental ha externalizado su conciencia. Ha transferido todas sus competencias al Estado y al mercado. Y durante medio siglo el demoliberalismo cumplió el contrato. Pero también generó una expectativa de prosperidad constante que la globalización y la digitalización han quebrado. Para entonces, el individuo se encuentra tan infantilizado que ya no sabe gobernarse a sí mismo, ni corresponsabilizarse de ningún fracaso. Antes al contrario: se vuelca en la cultura de la queja, cuya última estación es la patada al sistema y el aplauso pavloviano al último oportunista televisivo. Su reacción no es cerebral sino visceral, abonada por la nostalgia de una triple pérdida: de poder adquisitivo, pero también de poder identitario en una sociedad plural y de poder lingüístico bajo la asfixia de la corrección política. Nuestro individuo está acostumbrado a esperar de la política lo que sólo la magia puede dar...

Yo también siento una revolución cultural en marcha, la respuesta colectiva a incentivos simples por parte de una ciudadanía que intuye que vale cada vez menos y pronto será nada. Educados en el estímulo constante del ego, reaccionan con rabia ante promesas veladas que imaginaron, que imaginamos. Y es entonces cuando cualquier discurso vacuo que nos prometa la nostalgia imaginada de un futuro apacible ahonda en nosotros una fe unamuniana, de querer lo que creemos, querer lo que no podemos aspirar creer, creer lo imposible, crear lo que no existirá. Sin una actitud previa, como la ideal invocada por Pericles, no existe democracia. Solo dictadura de la estadística.

El Pequod aguarda en la ría de Dundalk hacia la bestia invencible, mientras noviembre seca las calles y recuerda sardónico que nada habrá que nos calme del ansia de su encuentro.



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