Hemos hablado y oído mucho de los enamoramientos, lo que nos enlaza, pero quizá lo inverso sea aún más común. Que misteriosos son los meandros de las emociones, cuan cargados de lo que no se dijo pero fue oído en el silencio espeso por otros sentidos, agudizados por el dolor o el rencor, cuanto de lo que fue dicho sepultado en el silencio que la distancia entre los cuerpos puede incluso borrar. Qué imperceptibles y profundos son los temblores que acaban rompiendo lazos cuando comienzan, agudos, solitarios. Que temblor irascible cuando llegan al fin, como heraldos negros de una pasión avergonzada. Que distancia inmensa entre lo que estaba entrelazado y hoy son pedazos de vida rota, despojos en los salones de casas que amenazan ruina.
Nos enamoramos y nos desenamoramos constantemente, llevados por corrientes invisibles, encontrando y perdiendo, tal como le parece aquel que navega las aguas de una corriente embravecida. La infatuación puede prender por personas, lugares, momentos o la conjunción de una atmósfera especial y perdida para siempre. En cada vida. los vaivenes de lo que nos arrebata y pierde, nos deja y dejamos, deja el rastro de quienes somos, como pisadas leves en la nieve hacia una cumbre donde las ruinas de un antiguo castillo ofrecen abrigo contra el viento.
No daré (por esta vez) opiniones sobre lo que desconozco. Muchas jugadoras de la selección española de fútbol femenino rechazan a su seleccionador. El campeón del mundo de ajedrez acusa a un rival de progresión meteórica de haber conseguido sus triunfos haciendo trampas, sin ninguna prueba para ello, al menos aún. Lo único que puedo decir es que si todos llegaran a querer explicar sus motivos a nosotros, que no compartimos los lazos rotos, nos parecerían seguramente razones pedestres, modestas, alejadas de los repiques de la traición o el estallido. Puede que fueran pequeñas razones que van acumulando una mecha, percepciones, impresiones, ideas que se van revelando después de dejar su muesca hasta que llega el punto en el que no hay nada que arreglar. Divago, lo sé, ya os dije, no sé lo que ha pasado. Me pregunto si el ajedrez me decepcionará ahora que ningún humano sabe jugarlo contra casi cualquier máquina, si ha perdido su brillo ahora que la fuerza bruta del cálculo desnudó el arte. En mi caso, no lo creo. Un requisito del enamoramiento es la admiración por un misterio y mis dones para el juego son demasiado escasos para creer que llegaré a cansarme de él. Pero quién sabe.
Llueve con desesperación contra el fin de la tarde. El cielo gris encapotado trae un viento que silba contra los cristales y las junturas de las ventanas, los portales y el silencio rudo de los solares, quietas las máquinas que los labran día a día para edificar y levantar vigas y cristales. Quizá la lluvia sea, como la música, una misteriosa forma del tiempo; cuando cae así, parece que el mundo y su marcha tienen otra cara. Es fácil enamorarse de las cosas del mundo, pero a veces enamorarse del mundo mismo parece lo más difícil. Es arduo admirar, apreciar, desear cuando vivimos inducidos por el desencanto por el mundo, inmersos en la resaca de su explosión hace décadas, viviendo aún como si la vida fuese un sueño espeso, aunque debiéramos saber que todo, y entre todo especialmente el sueño, es vida.
Sigue lloviendo. Seguimos navegando en el tiempo y en la marcha de la vida, ganando y perdiendo, enamorando y enfriando el corazón, tantas veces sin saber por qué. No puedo saber cual es el propósito del corazón cuando se entristece en lugar de disfrutar de lo vivido. El único remedio a los desenamoramientos acaso sea la belleza, que despierta la parte de nosotros que aún desconocemos. La belleza y el humor, otra forma de ella que la hace cercana y amable. La belleza de una tarde de lluvia que eriza el lomo de la mar para buscar, entre la bruma gris y desconchada, una brizna de luz que nos traiga un misterio que sea una promesa.
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