Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, aunque parece que la traducción del Verbo vendría del Logos, pues el evangelista, fuera quien fuese era próximo a las corrientes gnósticas que pretendían aunar la nueva vigorosa religión del Cristo con el mensaje venerable del santo pagano Platón. Pero bueno, es increíble: me desvío ya desde la primera frase. No venía a hablar de esto, pero en fin; lo escrito, escrito queda.
Me resulta claro y perturbador a un tiempo la tendencia de la época a luchar contra el reconocimiento de una realidad que nos envuelve juntos. Antes, los que sufrían, huían de ella, trataban de enmendarla, la condenaban, en fin, reconocían su sustancia misma para ser capaces de ser en ella y cambiarla. No sé si es por la Técnica, la Historia o el Espíritu del tiempo pero hoy me parece que existe una perversión atractiva en ampliar o minimizar a conveniencia el jardín de la experiencia y de añadir o podar las aristas necesarias, con diversos propósitos, muchos de ellos nobles. No obstante, no parece que nada bueno pueda salir de ahí. La víctima contra un poder superior indiferente no es nuestra negación del poder, sino el fruto de su indiferencia. La Ley de la gravedad es dura, pero es la ley, por decirlo de otro modo. Hay dos ámbitos que sufren esta desarmonía a mí entender. El mundo, la extensión cuasi interminable fuera de nosotros y el espíritu dentro de nuestra impaciencia por conocer y conocerse. Ambos son diversos y enigmáticos, coincidiendo en una encrucijada crucial: la palabra.
La palabra es nuestro instinto por conocer y transmitir lo que aprendemos y sabemos. De tal forma, debe contar con un acuerdo previo acerca de lo conocido y del marco en el que se lo conoce. Hoy, pareciese que eso son subproductos de una tarea más poderosa: crear un mundo, un mundo a la medida de cada uno. Aquel en el que las frustraciones, euforias, promesas y decepciones son arrimadas al gusto de nuestras sensaciones y deseos irremisibles. Siempre hemos convivido con gente que trata de usar las palabras para deformar la realidad en su interpretación imponiéndosela a otros. Hemos convivido con muestras arcaicas de lenguaje performativo, que crea lo que nombra. Pero dudo que en otro momento las palabras se hayan usado con tal profusión para ocultar, laminar, embellecer o negar lo común hasta un punto en el que es imposible un acuerdo mínimo acerca de la esencia misma de una verdad subyacente compartida y reconocida. El hechizo de las palabras puede ser usado como el más poderoso sentido de una justicia y una bondad que no tienen porque ser reales, ni buenas. La confusión de lo que existe y lo que yace debajo es siempre interesante, a condición de que la honestidad separe lo que está separado. Ay, muchos han usado su verbo para imponer la realidad a los otros y hacer sufrir lo que no existe y es deseable en la carne de los seres concretos. En nombre del ideal, reluciente y puro. Por algún motivo, hemos acordado que cuando la intención parece bella, todo está perdonado. Por eso los intelectuales suelen ser absolutamente tontos en aquello que importa. Por eso y por su débil y secular fascinación por la brutalidad, la pasión mas cobarde.
Y así vamos, en manos de los que tratan de moldear de forma grotesca lo que vemos, sentimos y pensamos en un torrente de palabras despegadas del sentido y superpuestas a la realidad para taparla con sangre, con temor o con odio. Pero no tiene porque ser así. Aunque se tienda a la simplificación, casi todas las desgracias de la gente provienen de no hablar claro. Y el resto, de mentir y mentirse. La luz de las tardes de otoño es intensa y lúcida. Bajo su bendición, el mar se aquieta y el rumor es un dulce susurro sereno y pausado, como los giros de las aves mientras las nubes se hacen girones. Sí, las palabras pueden destruir y crear. Pero a menudo lo único que perdura es el silencio. Y eso marca toda la diferencia.
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