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miércoles, 7 de febrero de 2018

Aprender a perder. Siete de Febrero.

También la noche espera. Y avanza en la laguna calma su barca dócil. Solo los remos pausados suenan. Hay una luz dorada tenue en ambas riberas, pero el precio de llegar a ellas es comer las frutas del árbol de olvido. Mientras llega, nos aferramos a la oscuridad en derredor, al sonido del agua. Nada nos turba fuera de esa ceguera voluntaria. Apretamos los dientes. Sin embargo, a veces sentimos el peso aligerarse y un borboteo en el agua fresca. Una silueta nos dice adiós sin mirar atrás. Luego, se iluminará en la ribera y la recordaremos mientras se desvanece a contraluz y parte a saborear su olvido. El barquero calla. Sentimos la ausencia. El silencio es cada vez más negro. Qué se le va a hacer! Nos adormecemos un tiempo después, mecidos por el ritmo sinuoso de las paladas. Aprendemos a perder como aprendimos a encontrar. Con sorpresa y agitación. Los bancos del cauce brillan con más intensidad y queremos saber dónde están ellos y encontrarlos de nuevo, y asir a nuestros compañeros de viaje para que nos asistan siempre. Pero el viaje aligera los puestos y carga los hombros. Y un día, imaginamos, saltaremos hacia donde hemos visto esa luz singular que nos llama, para reunirnos con ellos y contarles todo lo que estábamos esperando, o para beber el jugo de la fruta que nos promete caminar de nuevo hacia la luz del día, uno que nunca acabe. Y aprendiendo a perder, así aprendemos a alabar.

Dundalk ha visto a muchos partir, y ofrece inútilmente sus brazos fríos a los que ve demasiado lejos.






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