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viernes, 16 de febrero de 2018

El hijo pródigo. 16 de febrero.




Cuando era pequeño, iba a misa con mis padres. Recuerdo grandes historias allí, pero también formulas que me causaban estupor (“cielo y tierra pasaran, mas tu palabra no pasará” y pensaba que se trataba de pasar al cielo, o cuando Jesús dice que ha venido a traer la espada. En fin, imaginaciones sobre textos de orígenes remotos.

Había una historia, sin embargo, que desde entonces hasta hoy me causa extrañeza, cansancio, enfado. Es la del hijo que se escape para gastar los bienes de su padre y volvió a casa para ser recibido con amor y alegría paterna. Su hermano, que reprochaba esta obvia disparidad en el trato con él mismo, era reconvenido con dureza. Pero miento. Aunque siga suscitando las otras emociones en mí, el asombro no es una de ellas. Crecí y he visto y sigo viendo como hay una mayoría de personas a las que se les niega el pan y la sal y se les asegura que en un futuro, en esta tierra o en la otra, serán recompensados. Supongo que en el fondo se trata de la perversa doctrina de la felicidad conseguida por la vía del sufrimiento; benditos aquellos que sufren la injusticia porque se verán privados de la necesidad de cometerla. En fin, sobre el papel suena bien. En la práctica, apareja dudas, frustraciones, rabia y el desamparo desnudo de saber que pocos habrá a quienes les importe. Y el padre del hijo pródigo se ensaña con ellos. Es una lucha interior, descarnada y que al final no importa, como nada, entre convertirte en alguien igual, o aceptar pagar el peaje. De Nuevo, sobre un papel, la respuesta heroica suena atrayente. Pero no es la recogida y la fiesta de la cosecha lo que forman la vida, sino sembrar en los cuarteados campos áridos y esperar que la labor escasa de la hora no se pierda ni se agoste, mientras el tiempo pasa.



En fin. Dundalk derrama atardeceres luminosos como regalos, y duele perder tanta hermosura por sentir que las fuerzas no llegan. Hoy estoy lúcido como si fuera a morirme, seco como quien supo y olvidó; y es una sensación amarga y atrayente, porque da a las cosas que caen una profundidad de campo que otras veces no sé alcanzar.

Y sin embargo, no la quiero.

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