No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
Ha muerto Max Von Sydow después de una larga y espero que profunda vida. Su carrera está llena de papeles fascinantes que él dotaba de una presencia apabullante, más grande que la ficción y posiblemente que la vida; en ese sentido, recuerda al gran Christopher Lee, intérpretes que se convertían en sus personajes y embrujaban a los espectadores. Que la tierra te sea leve, querido Max.
Debo a su atracción parte del embrujo infinito que sentí viendo El Séptimo Sello, una fábula del gran Ingmar Bergman. Un caballero que vuelve de las cruzadas descansa cerca de su vuelta a casa en una playa. En ese momento, la muerte aparece para llevarlo consigo. El caballero suplica un poco mas de tiempo, mas la muerte le dice "Todos pedís eso, pero yo no concedo prórrogas". Pero el caballero logra al final esa pizca más de tiempo al conocer que la muerte es una gran jugadora de ajedrez, como se muestra en tablas y en canciones. A partir de ese momento, la muerte aparecerá de cuando en cuando al angustiado jugador, y el trofeo es su vida.
Mientras eso pasa, la peste negra arrasa Europa y el hidalgo sigue su vuelta a casa junto con su escudero. Uno busca trazas de algo que perviva tras nuestra muerte; el otro niega toda esperanza supraterrenal y desea disfrutar las mieles de la vida mientras se ofrezcan. Lo demás sería cercano al destripe, que trataré de evitar. Basta decir que el conjunto me fascinó: la intensidad de los diálogos, la belleza de los paisajes en su blanco y negro tan vibrante, el ajedrez que despierta una fascinación oscura como símbolo de un infinito que nunca se repite y las ideas brillantes y perturbadoras que presenta acerca de la eternidad y la inmanencia, la pasión y la ruina, el grito del dolor humano y el silencio de Dios. Y me sentía parte de la compañía que fatigaba los caminos junto al atormentado Antonius Bloch, para siempre indistinguible de Von Sydow. Creo que intuí algo que solo hoy podría tratar de expresar con palabras, aun torpemente: la fe del caballero y el hedonismo del escudero, tan diferentes y causa de la tensión dramática mientras viajan por el territorio castigado por la peste, nacen de una misma fuente incognoscible de deseo voraz y temblor ante el tiempo.
Dundalk, tú, lector, yo, compartimos ese temblor. Pero no hay salida y quedan cosas buenas y bonitas en nuestro tránsito. Mientras caen las nubes oscuras y el río arrastra las aguas con pesadez y cansancio, la pasión candente que nos empuja a disfrutar de lo que se nos presenta refulge misteriosa bajo cada piedra y entre todos los resquicios, atrayéndonos a su seno de silencio y plenitud.
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