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sábado, 13 de marzo de 2021

11-M. El escudo de Aquiles. Trece de marzo.

Ella mira cada mañana un horizonte escondido entre antenas. A veces, las nubes anidan en esos brazos y a veces el sol hace brillar el metal. Piensa en los viñedos de su niñez. Cuando se tuvo que mudar a la ciudad, sus padres la extrañaron del trabajo arduo y cruel del campo, pero el sol y el agua de los pueblos pequeños alienta más el alma, quizá. En cualquier caso, la había tratado bien. Los sueños también se pierden por buenas razones; había aprendido a concretar su deseo y amaba la ciudad hosca que se extendía bajo un sol generoso y un celeste abierto. Y eso había bastado.

Hace su café sin prisa, mientras oye la radio y recoge la ropa de la cama, se ducha, se viste, revisa unos papeles. Después, como cada día. escucha Extremoduro en el coche que conduce al trabajo. Una multitud de otros autos que se mueven en latidos, alineados al son de un tambor de tiempo, esperando la señal para avanzar y la señal para detenerse. Son esos placenteros minutos del día cuando la claridad baja del cielo, como un don, y el cuerpo finalmente despierta de una duermevela plácida en los mejores días, cuando no hay estrés ni angustia en el corazón. Una soledad compartida que despierta, ávida de darse y compartirse en otros, para sentarse en la hierba o para invitar a una caña. 

Cada once de marzo parece que el cielo está más cerca. Los recuerdos, las nuevas opiniones, toda la hojarasca de pareceres y declaraciones solemnes, la mirada ausente de muchos. En fin, señales del desconcierto, de un deseo íntimo de ser despojados de la carga de lo que nunca debió ocurrir, de un recuerdo de aquello que simplemente...no puede pasar. El clima moral de lo que la tristeza arrasa. Es la nube de polvo que los ejércitos del tiempo levantan a su paso implacable. Ciegan la visión del momento y cubren las cabezas de los que quedan con una corona de desolación. Nada puede ser interrumpido. Lo que ocurre es para siempre, y esa ceniza nunca se puede aventar. Quizá sea mejor así, piensa; que estén aún, sentir que forman parte de todo esto, aunque las palabras de los muertos crezcan mentirosas en los labios de los vivos.

La majestad de este mundo no está en nuestras manos. Vamos a trabajar o peleamos por encontrar uno, tragamos bilis y esperamos un mundo más amable. De vez en cuando hay un espacio de generosidad, concordia y falta de aprensión por el futuro, y ahí anida la felicidad. No puede durar mucho, pero a ella no le importa. Sabe que por todo lo que hacemos, hemos de pagar un precio y se lo recuerda en las reuniones interminables, en las sesiones fatuas, en la vuelta a casa tras otro día de pelea. Una copa de vino tinto la esperará, mientras verá los edificios y el susurro de la ciudad que asciende hacia la tarde, como muere el sol en los cristales, como lo hace entre las hojas de los naranjos y en el paso cantarino del arroyo, en otros sitios. Ella esta aquí, y es donde quiere estar. Piensa mientras empieza a hojear las páginas de la novela que lee, que desear buscar siempre el sitio en el que no se está es perder el orgullo...sin él, se pierde la vida antes de perder el cuerpo.

Lee y espera que la comida se vaya haciendo mientras el sol revela todo lo que la realidad postra ante él. El escudo de Aquiles reflejaba el mundo y todo lo que existe. En él estamos cada día, en cada remordimiento y euforia, cada visita al hospital y cada gol, cada estrella que al otro lado del mundo, alguien ve desde el Océano. Después el sol fue lamiendo su mejilla por la que, como cada día de ese marzo, una pequeña lágrima surcaba. Es necesario vivir en un mundo en el que alguien puede llorar porque otros han llorado.

La noche iba asomando y el rumor que la ciudad ofrendaba a la última línea dorada del cielo contenía nombres diferentes. Acostumbrados a pedir por ellos mismos, una ciudad dedicaba el momento más puro a recordar y a pedir por otros. Ella no lo sabía, pero esa petición rompió el peso del día y le dio la profundidad perdida, la vitalidad robada que era devuelta como homenaje. Se levantó para recoger la cena. Cuando se acostaba de nuevo, el recuerdo volvió a pasar, como el destello de una hoja de cuchillo. Dolió. Pero es mejor que aún duela. Y se abandona al sueño y la música misteriosa que contiene. 


Diecisiete años y dos días después, aún recuerdo, como todos, el siniestro resplandor del mal que pude entrever y que ojalá no haya de volver en mis días. La llovizna limpia las calles y el viento revuelve el río. Otro día más que pasa lento, y nosotros tratando de seguir nuestros trabajos y sombras, cuando los atrapamos. Aunque estoy lejos y el tiempo vuela, aún puedo sentir en la piel también el chillido desgarrado por esos corazones de acero cuya vida fue condenada a ser tan breve.



Descansen en paz.


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