La belleza nos salvará. Nos repondrá de ser inmutables el estallido blanco de los almendros y el soplo delicado del viento, que va donde quiere. Nos dará profundidad a la mirada el misterio de los animales, tan diferentes y tan hermanados por un misterio que nadie puede considerar sin sentir un asombro ancestral. Nos consolará de lo que no comprendemos el esfuerzo ajeno, la alabanza y la libertad de ver en el otro un reflejo dorado de lo que podemos aspirar ser.
Lo creo firmemente, aunque hoy no sea fácil. Cada día se levanta con la misma fatiga de una repetición sin duende, enredada en las mismas peleas sin vuelo ni gloria. El mismo mal que nos tienta, la misma indecencia que envenena un convivir difícil, como son todos. Porque no existe calma sin esperanza ni se puede vivir la vida solo recogiendo un fruto de hoy, sin sembrar ilusiones. Hoy cuesta tenerlas, mientras las semanas agrietan y las horas cobran una usura de tedio y cierto abandono de uno. Las noticias se repiten, las impresiones nos bombardean por encima de nuestra capacidad de asimilarlas, las mismas guerras que nos capturan en una tierra de nadie baldía mientras los fuertes reclaman sus tronos. Pero hay algo admirable en el espíritu humano que hace de cada final un nuevo principio. Nada está escrito. Entre la minuciosa malicia de las redes, aún correrá el agua.
También podrá salvarnos la belleza del recuerdo, que a veces brinda dones inopinados. He recordado durante el día como era visitar el pueblo de mi padre y pasar las noches frías oyendo el silencio del campo, más espeso y profundo que el de cualquier ciudad, siempre alerta. Era un mundo nuevo, un esfuerzo por re-conocer lo que apenas sabía, puertas con gateras, orden familiar estricto, calor y sudor de los mayores, una habitación, una manta (zamorana, por supuesto) que ajustaba el cuerpo contra el lecho, para mantener el calor que la helada afuera reclamaba. Yo no sabía lo que pasaba, era un turista que volvía a un inicio de su historia sin saber muy bien cuál era ni por qué. Y fui feliz allí, marchitas en mis labios las antiguas voces, porque todo era a la vez nuevo y tan antiguo como el tiempo mismo.
La felicidad impone una carga y una bendición: siempre parece un lugar al que es posible volver. A todos mis afortunados días y a las voces que se han ido acallando en mí pero aún perviven les pido volver la vista y poder recordar, para poder aspirar. Si podré, no lo sé. Dublín es un río indiferente hoy y un cielo amigo, un sol de cariño y las implacables grúas recortadas contra el atardecer. Las iglesias se perfilan contra la línea del cielo y las luces en los edificios sugieren la resistencia que necesitamos. Porque no sé quien soy ni quien fui, y los recuerdos vienen y van, mintiéndome. Porque lo que era monótono ayer hoy me llena de pesar al faltarme. Porque necesitamos más aire y más silencio. La belleza nos salvará y, déjennos tener esperanza, la belleza nos hará, de vuelta de algún día sin ningún anuncio de brillo especial, comprender. Y todo empezará de nuevo.
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