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sábado, 20 de marzo de 2021

Anhelo de un hogar, deseo de un olvido. Veinte de marzo.

La fotogenia ayuda pero embruja. De los paisajes físicos y morales hace un espacio alternativo donde todo funciona y corre por los raíles de una costumbre sin pesar ni insatisfacción. A mí me ha sido dado vivir una de esas malicias: siempre pensamos que los paisajes cercanos a nuestro hogar, aunque amados, tienen un brillo más apagado que lo que se esconde tras las montanas que forman el horizonte escarpado. Vivir fuera de tu país es una experiencia hermosa y gratificante. No obstante, una de sus mayores ventajas es un filo que en ocasiones amarga. El sentido de que tu mundo es como lo ves y que el mismo sol baña todos los reinos. No creo ser extraño en esto; parece que somos bombardeados por ideas universales y refulgentes, echamos de menos lo concreto que ayuda a hacer la vida, un aroma, un paseo, un lugar en el que construir un santuario a salvo del oleaje de los días. A salvo de lo que nos desea hinchar para vaciarnos, de lo que desea que consumamos experiencias, sentidos y presentes para consumirnos en un vacío que quema. A salvo de lo que hiere a cambio de una recompensa que no llega.

Me parece que parte de la tensión que aqueja y agita la vida pública es un grito ronco. Nace como un murmullo que muta a clamor, el de las personas que desean la concreción de sus propósitos en lugar de efluvios ilimitados que ni alimentan ni dejan soñar. El ego puede necesitar aires de grandeza, mas el cuerpo quiere la felicidad inconsciente y un propósito sencillo. El héroe y el santo son centinelas de fortalezas asediadas en desiertos en los que algún día asomaran los tártaros, pero esas fortalezas existen por el calor de la vida y la armonía del corazón de los que las habitan. Para alcanzar esa armonía, creo que es necesario buscar lo que existe y tratar con reparo a lo invisible. Puede que algún día aprendamos que unas son emanaciones de lo otro. Pero hoy, no lo sabemos.

Ese deseo de ser tenidos en cuenta sin quedarse atrás es algo específico y pegado a la tierra. Puede que lo confundamos, o debamos conformarnos con dejar rastros breves...pero eso no basta. Dejamos un rastro, una huella que no queda pero se registra. Un pensamiento que quizá no compartamos dentro de un tiempo, un recuerdo que traerá una punzada de pena, un motivo de vergüenza, un orgullo que no ayudará hoy, marcas de una persona que fuimos y ya no reconocemos. Una huella, una mancha humana. Queremos que cuenten con nosotros, no ser recordados en cada error, remordimiento o caída que pertenecen a la condición humana. Y el cínico consuelo de que nadie perderá su tiempo en verlo porque estarán todos ocupados tratando de dejar su huella recuerda que ese vosotros nunca se abre a un nosotros que libere. Y el murmullo de esa falta de hogar, el clamor crece retroalimentado.

Solo puedo conjeturar que el futuro cercano repondrá un deseo de olvido como reverso necesario de la presencia actual, la de los desafíos cotidianos, el paso tranquilo y el ir resolviendo problemas en que consiste la vida. Un rechazo de la celebridad a cambio de la existencia. Uno piensa que la modernidad ofrece rasgos de ello, la fama contra la angustia de los que ven sus impulsos sin fruto para ser alguien y el recogimiento de los que confían en que sus semillas prosperen. Pienso en Kafka, Pessoa, Cavafis, trabajando en sus puestos y sin darse importancia, lanzando su botella de náufrago al mar del futuro y dejando que el azar y el gusto decidan su destino. Imagino que hubo otros millares que no tuvieron la fortuna, pero no creo que deba importarles demasiado. Existió su hoy, nuestro ayer.

Las nubes dejan un paisaje quieto de belleza desolada, agradable y serena. La belleza puede salvarnos. El tiempo y el río pasan con suavidad sobre los seres que los contemplan. Las ramas comienzan a lucir de primavera al son de un viento tímido y las aves surcan el cielo con su inocencia y orgullo. Yo no sé que es lo que ha de quedar de mi, entrego parte de mi tarde a este consuelo fútil de dejar escritas estas disquisiciones sin rumbo y esperar que el día llene lo que las palabras no pueden aspirar, porque el espíritu es capaz de vivificar lo que lo escrito deja perecer. Y así ha de ser, mientras la tierra gira.




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