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miércoles, 19 de abril de 2017

Eróstrato y el fulgor de los asesinos.19/04/2016





Somos polvo. Que podamos dejar innúmeros rastros no nos consuela, y por eso buscamos anhelos, pervivencias, saber que seremos alguien para algunos. No es una búsqueda actual, viene desde el nacimiento del individuo que sufre y se avergüenza de sus caídas. Hace unos días, en la calle había un hombre tirado en un rincón justo a cascotes vacíos. A la humillación que debía sentir, solo apagada a ratos por el mismo alcohol que lo tortura, se unía la mía, de no saber que hacer, de pensar en que se va convirtiendo la vida, de angustia por lo que vendrá. Luego me digo a mi mismo cobarde, por no saber alzarme contra ese piélago de calamidades y tratar de darles fin. Y que puedo hacer, si creo que la ola es demasiado alta y mi cáscara de nuez ya se ve quebrada.

Hace unos días un malnacido asesinó a un anciano en directo solo por retransmitirlo en facebook live. No sé si haber sido instruidos en redes sociales con tendencia a la sociopatía nos está envenenando. Supongo que hemos corrido demasiado en pos de lo que no tiene nombre ni cadencia, algo refulgente que cambia de forma y textura porque es insoslayable y viscosa; nunca fue tan hermosa la basura, y quizá nunca la hubiéramos consumido tanto, puede ser que antes no hubiera opción. Y uno mira el atardecer y sus siluetas, pensando que no valdría dormir, sino morir aún más, para ser una vez, para olvidar experiencias, banalidad, la usura de lo que nos mira, para alcanzar los ojos del abismo, para enceguecer el abyecto fulgor de los asesinos, simplemente para despertar en un mundo mejor.

Y las sábanas se despegan por la noche, para que la sombra mordisquee la piel y la convierta en nudos. Eróstrato enloqueció por el olvido y quiso perdurar quemando un templo.El antiPrometeo, que quisó devolver el fuego a los Dioses y mutilar el espíritu humano en el altar de su desquiciada conciencia, la misma que la nuestra. Hoy, si pudieran, millones destruirían un mundo que detestan. Mientras tanto, luces parpadeantes consumen ese rencor y lo administran. Y yo me pierdo entre el sinsentido y ya ni el mar me alivia.

Dundalk vuelve la cara desdentada y ríe mientras me jura que ya nunca saldré de aquí.

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