Suelo hacer deporte cuando puedo. Me encanta el juego, lo lúdico, aprender lo que puedes llegar a hacer, explorar límites, aprender la igualdad de todos mientras sigues un código de normas sencillas y das rienda suelta a tu cuerpo para que un balón o una pelota lo obedezca.
Ay, sin embargo a veces uno juega sin ganas. Perdida ya la fe, el mundo no parece un lugar para juegos. Te abandonas, bajas los brazos, sigues corriendo sin encontrar la chispa que otras veces te incitaba a jugar, te llamaba desde tiempos mejores para repetir el conjuro. A veces, los ritos pesan, y aunque sé que no debiera resignarme a la bajeza del abandono y que mis problemas no son nada frente a los de la inmensa mayoría del mundo, la mente se cierra, el cuerpo se bloquea y uno es un autómata de carne que sufre sin sentir que se hiere y alberga pensamientos que hieren sin saber que se sufren. Y corres detrás de una pelota para salir de allí, como si ella marcara el camino hacia otro lujar, mejor, lejos, y las sabanas vuelven a recibirte después mientras sabes que no quisieras estar allí y peleas para alejar la sensación de que llevas demasiados días viviendo sin ganas.
Dundalk se burla de mis tormentas en un vaso de agua y su desprecio me hunde.
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