Vivimos tiempos raros. La rudeza y la falta de respeto se consideran auténticas, como si no fueran prescripciones de los semidioses de moda a una generalidad que ansía demostrar sus diferencias de la misma forma. La televisión y sus sucesores tratan de trazar líneas de lo viejo y lo nuevo, lo que aburre y excita, lo que aira y lo que seduce.
No es extraño que triunfe una serie divertida como House of cards. Buenos actores, sorpresas y personajes que buscan despertar emociones primarias en un entretenido espectador. Pese a ello, es un espectaculo narrativo de psicologismo donde los protagonistas, por el mero hecho de serlo juegan con reglas distintas a las del resto de los personajes. Resulta sugestivo pensar que la dinámica del poder es reproducida de esta manera. No lo veo así. El voluntarismo es absoluto; el afán providencial se eleva sobre cualquier obstáculo. No resultaría muy desasosegante si no compartiera el gran subtexto narrativo de la actualidad: la banalidad del mal.
Es un concepto tan sugestivo como discutido. Personalmente, creo que significa una presunta grandeza del mal, que para destrozar vidas, almas y reputaciones hace falta una fuerza moral malvada pero de alguna forma sobrehumana. No creo en ello. Ni quiero resistirme a la idea de la simple fragilidad de cada músculo y cada sentimiento, una fragilidad que aterroriza. Pero la galería de villanos nihilistas y elegantes que al final triunfan o son vencidos por fuerzas sobrenaturales, adversas o propicias, es inagotable.
En fin, así es el mundo. lleno de protagonistas vocacionales para los que los demás el mundo se va reduciendo a una especie de decorado. Aburridos y hastiados de la política profesional, en la mayoría de los casos sin intentar mejorarla. Disfrutando de la libertad inconcebible que las nuevas tecnologías nos proveen con la magnífica experiencia de poder elegir que canal nos apetece ver y usar, en todo su esplendor, el magnífico mando a distancia.
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