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viernes, 11 de marzo de 2016

Once de marzo

No creo haber vivido nunca un día que, sin tener nada personal involucrado en ello, haya sido peor. No es solo la muerte, aunque la muerte fuera todo. Ni solo la rabia, aunque la voz no hablase. Ni solo el odio, aunque el puño no supiese que golpear.

Como aconseja la maestra Szymborska, hay algo que debo hacer por ellos: no decir la última palabra. Hay países de los que no se puede volver, y el del vacío es uno. Me queda la sensación de que el país no estuvo, no estuvimos, a la altura. Aunque siempre sea difícil, casi imposible estarlo.

El jinete abre los ojos y contempla la destrucción de su aldea natal. Una llama agota el cielo durante horas y los pueblos enloquecen y giran elevados por el huracán. Las olas lanzan las balsas hacia los agujeros negros. Un tren permanece quieto en medio de esa llanura iluminada únicamente por la tormenta. Es un relato de Chagall pintado en verde y azul pálido. Dentro de ese tren, desconocidos que han llegado a amarse viven la vida, lejos de nosotros. Están en otro lugar, donde no pueden vernos, pero les intuimos. Ríen recordando a quienes les quisieron, sus enfados por tonterías. Las agendas rotas les ponen tristes. En mitad de la noche, han abierto los ojos y construido. Fuera del tiempo, en otro lugar al que quizá nunca llegaremos, se cuidan y recuerdan, como los recordamos nosotros, como la noche conoce a cada estrella. No envejecerán. Y al caer la tarde, nos acordaremos de ellos. Duermen en otras costas. Pero de aquí no se mueve nadie, como escribió León Felipe. Y cuando la antorcha pase a otras manos y nosotros ya no estemos...ellos permanecerán.



Descansen en paz, Y no pongamos nunca más su última palabra en nuestros labios.

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