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martes, 8 de marzo de 2016
La muerte en Venecia y el destino de Casandra. Dundalk, 8 de marzo.
La peste llegó a Venecia de manos de la belleza.de un joven. La inspiración del viejo escritor no se renovó, no así su vida, agitada por el viento de una pasión que nunca había querido reconocer. La pestilencia viajaba por el viento y era el eco de Casandra, que recibió el don de la profecía de los labios de Apolo en un beso.
En su tumbona, el anciano vio brumas coloreadas y vibrantes antes de caer desmayado por última vez, y era Casandra quien se le mostraba con sus ojos tristes. Ella, rechazando a Apolo, despertó su ira; él no podría retirar su don pero, escupiendo los mismos labios que deseaba, los despojó de valor. Nadie la creería. Nadie la comprendió nunca. La tomaron por una loca, inofensiva y a veces molesta, siempre tolerada con condescendencia y frío. Desde el Hades, ella visitaba los delirios de los que están a punto de morir, y les mostraba el plan de su vida, rara vez cumplido. Todo eran jirones, interpolaciones de otros, antinomias. Nadie podía comprender y así se fue perdiendo.
Casandra sabía que Aschenbach moriría a causa del dolor y la belleza tras haber vivido una larga vida, respetado por el mundo. Aschenbach pensaba que había sido la suya una vida sin calor y de negaciones. Ambos miraron en los ojos del otro, y supieron que el amor es una manzana podrida que despierta una sed que solo se llena antes de hacerse real.
Casandra sigue paseando el Hades. Ha visto tu vida, tus mezquindades y noblezas, quien te traicionará. No le pesa la incomprensión de los hombres o su flaqueza para expresar verdades terribles que muevan a evitarlas. Ni siquiera le duele siempre ver en los ojos vacíos del famoso escritor que cayó en Venecia una llama sin objeto y que persigue sombras falsas, pues Tadzio envejeció y la vida estropea y cansa. Lo único que nubla sus inmortales días es saber que nunca hubo nadie que se ofreciera a curar con besos dulces, apasionados o sucios la herida indeleble que en ellos dejo la saliva airada del Dios.
Venecia pervive, como sombra tras una gasa dorada. No hay belleza tal en Dundalk. Pero esas miradas y esos labios florecen, marchitos, por doquier.
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