Contra lo que pudiera parecer, Dundalk, tal vez todo el condado de Louth, quizá toda Irlanda, está repleto de luz. No siempre es grata; en verano, puede despertarme un furtivo rayo antes de las 6 de la mañana y llevarme a otro lugar distinto en el que estaba, mucho más cansado y confuso que en las vibraciones inestables de los sueños. Pessoa decía eso tan maravilloso de que se despertaba con alegría y pena, pena de perder lo que soñaba y alegría de volver a la realidad donde está aquello con lo que soñaba. Yo soy más modesto, y en miércoles, primer día de mi turno semanal, me conformaría con que los rayos se detuvieran frente a mi ventana e iluminaran el jardín, que está un poco triste, con la hierba asilvestrada y los arbolillos enclenques. Pero la luz, como el espíritu, sopla donde quiere, y nunca sabe donde posarse hasta que te anuncia que empieza otro día.
O que acaba. La luz arrebolada del atardecer es maravillosa, cayendo y ampliando su gama con los minutos, retorciéndose en las nubes y pintándolas como burbujas frágiles, mientras el cielo azul se oscurece. Quizá para ver una puesta de sol sólo se necesita un lugar sin edificios altos y estar triste. Dundalk es un pueblo como todos, sus lugares encantadores y sus zonas olvidables. En fin, la gran literatura, el gran arte y la gran vida se hace de humanizar lo cotidiano y alumbrar lo que a primera vista es anodino, y no adornar con exageraciones heroicas e inhumanas (no asolar el complejo bosque de la experiencia con simplificaciones pueriles) lo que no tiene tanta sustancia, pues aunque los libros no sean la vida, aspiran a ser un espejo fiable. Y ya dijo algún clásico que cuando el destino eleva a alguien por encima de su categoría, desarma su insustancialidad y lo aventa. Ser marginado tiene ventajas, reza el título de un libro que leo a ratos. Quizá tiene la ventaja de evitar las actuaciones, cansa ser un personaje, y la máscara se acaba pegando a la piel. Y además, bajo todas las diferencias folclóricas, occidente ya es la aldea global habitada por personas cortadas por el mismo patrón. Quizá estamos mejor así. Como dijo el sabio*, desde que un ser humano conoció a otro con distinto idioma y forma de pensar, la humanidad ha tenido un sueño: matar al otro, para no tener que aprender su idioma ni su manera de pensar. Puede ser verdad. Mientras tanto, el sol sigue saliendo sobre los justos y los injustos. Y nosotros tratamos de merecer un lugar bajo su manto.
Zapp Branigan, capitán de navío interestelar. Si no os suena, googlear.
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