La imagen es tan banal como simbólica. La venganza de la oveja negra contra el niño repelente de la familia, a bote pronto. El morbo irrefrenable. O simplemente, la visibilidad que necesita como el pasto la persona que ha sentido y gozado el peso de la púrpura. Uno imagina al tal ex-yerno leyendo medio libro ensayando el aire distraido para que todo el mundo (o todo el mundo interesado en esas hierbas) pueda saber lo que hacía. Y luego se pregunta que puede contener un libro así que ese lector absorto ignore, para quien se escribe esa clase de libros, que clase de libros lee un lector así..
Ni siquiera la supuesta aristocracia es lo que pretendía ser. Aunque nunca lo fuera, o por ello mismo, creo que el rito se cultivaba, las formas trataban de figurar un microclima social sofisticado. Ahora, el espejo de la modernidad contagia a los reyes, o uno sospecha que los desenmascara, no resulta difícil imaginar ciertas educaciones y modos de vida que hacen de cualquiera a cierta edad un anciano dominado por las bajas pasiones rodeado de turbiedad. Ser decadente no es ser macabro. Ni ser noble es tener porte y contactos con trileros momentáneamente en la parte luminosa de la calle. Lo peor es el espejo de nosotros mismos que nos devuelve esa mirada colectiva y ansiosa, que nace del tedio de la vida, y como la miseria moral moldea a quienes les es dado, por cierto tiempo, la ausencia de noción de límite.
Que alejado todo de los excéntricos que querían hacer perdurar su nombre en la arena, frente a la espuma de los años. Pero ya no hay gatopardos que aspiren a lo terrible, solo tigresas que buscan la gloria efímera de la inmensa alcoba televisiva y chacales que nunca aprendieron que la única grandeza del rico y la única riqueza del pobre es la honestidad consigo y con los otros, el orgullo de saber cada mañana quien serás cuando el día se recoja en su ocaso.
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