Las consecuencias son...inevitables, cantaba Bunbury. Yo conducía por una carretera soleada y curva, viendo el mar y las estribaciones de la costa, subiendo y bajando entre pinos, salitre, azul y voces lejanas. Hacía no mucho que vivía en el sur, en una vida lenta y de vermú, plaza encalada del pueblo y secretos ardientes nunca pronunciados. Amaba el sol, la tierra seca, la calma de los viejos. El retrovisor empapaba de luz y llegué a casa, las señoras conversaban a la puerta. Las consecuencias son inevitables, y si el deseo del sur no lo hubiese evitado habría apagado el sol, almacenado los pinos, resuelto el olor de salitre y azahar y cabalgado hacia un futuro frío como el niño que galopa su caballo de cartón y al que el viento despoja en el apogeo de su carrera de cuartos, lomo, crin y relincho en sus asombradas manos.
Dundalk baila lento al ritmo de los meses que se escapan de las nuestras.
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