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martes, 28 de octubre de 2014

Nicolás y los virus

Tal y como se ha venido en contar, la historia del mequetrefe Nicolás parece terminar con la justicia poética que cierra una narración reconfortante. El buscavidas que da con un pez demasiado gordo. La hubris, el pecado pagano de aspirar a ser como los dioses, castigado por Némesis. Las alas de Ícaro.

Sin embargo, si esa narración convencional se deconstruye sin las piezas supletorias que el poder entrega para que encajen de forma inocua en el relato compartido de la convivencia en España, cada vez más ardua, todo cambia. Del trilero pasamos al pícaro, del tramposo a la víctima de la ambición desmedida. Un matiz mínimo, pero apenas desdeñable. Resumiendo: pasamos de un joven que aprovecha las carencias del sistema para intentar medrar a un subproducto típico del sistema. Ese de contactos, clientelismo y favores mutuos que sostienen las élites del país, cuya influencia se limita a mantener los andamios que protegen su posición. Esa tela de araña que la democracia española no ha sabido desmantelar cuando podría haber pagado un precio mínimo y que ahora amenaza con terminar de anquilosarla o de hacerla caer en maximalismos neoleninistas que ocupan el puesto que la izquierda socialdemócrata no quiso tratar de proteger. El pequeño Nicolás trató de añadir una trama más de intereses creados y otros que sintieron las vibraciones en sus propios hilos, lo hicieron caer. No es picaresca, el pícaro quiere sobrevivir. No hay moral en esta historia.

El caso de la enfermera revela que nos gusta pintar de moral todo, quizá porque no la usamos sino para explicar lo que pasa en relatos confortables. Un caso medico, técnico, se convierte en un auto de fe donde la culpa, la redención y la fe sustituyen protocolos, prevenciones, (i)rresponsabilidades y ciencia. Es difícil tratar de regenerar un país tan apegado a esos conceptos religiosos y mágicos cuando se trata de encontrar soluciones. Tendemos a creer que hay soluciones fáciles. Que cuando no las hay, una fuerza extraordinaria conspira contra nosotros. Y que, en última instancia, si una pandemia se avecina y no hay nadie a quien culpar ni nadie que nos redima, siempre podremos tener a algún Nicolás que trate por debajo de la mesa unas condiciones ventajosas con el dichoso Señor Ébola.


miércoles, 8 de octubre de 2014

El día del juicio final

-¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.

-¿Por qué esta inacción en el Senado? 
¿Por qué están ahí sentados sin legislar los Senadores?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
¿Qué leyes van a hacer los senadores?
Ya legislarán, cuando lleguen, los bárbaros.

-¿Por qué nuestro emperador madrugó tanto
y en su trono, a la puerta mayor de la ciudad,
está sentado, solemne y ciñendo su corona?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
Y el emperador espera para dar
a su jefe la acogida. Incluso preparó,
para entregárselo, un pergamino. En él
muchos títulos y dignidades hay escritos.



En estos tiempos de mercachifles deshonrados todo es perpetuamente vendible y sombrío. En ese agitado bosque el sentimentalismo es la mercancía más barata. Segregada por el miedo a que un héroe que da la vida por los demás pueda ser atendido en su país, se transfigura  en  sollozo ahogado por mascotas que concitan más atención que sus dueños. O por los que claman un sacrificio poco menos que ritual. No importa su dirección. Como el espíritu, que sopla donde quiere, la marea primaria alcanza las costas de la relevancia agrupándose como una avalancha airada. Dibuja un paisaje moral de brocha gorda y justifica con la existencia de su propio sentimiento la razón de ser de su importancia. Días después, es humo de pajas. Hasta la siguiente riada.

Vivir es fácil con los ojos cerrados y los brazos caídos. Europa es una fortaleza asediada de pasillos ajados que tiende a ignorar los problemas globales y  a aparcarlos, o a pedir que otros se los aparquen en un rincón. Cuando llegan, las opiniones se moldean entre la mala fe y la tormenta de informaciones desatadas en manos de la corriente, y se consumen con la banalidad esperable de quien forma en 5 minutos una opinión que a los que saben les cuesta décadas. Los sabios no hablan. Si lo hacen, los ahogamos. Siempre con buenas razones. La decencia, la salud, el pueblo. Y opinando y no aprendiendo y no respetando, de vez en cuando, llegan los bárbaros. Y ante la fuerza de su ley, que no da espacio a la postura gratuita, nos quebramos. Y seguimos eligiendo malos gobiernos porque pensamos que nada cambiará. Hasta que nuestra indignación, momentánea y previsible, nos llega a exigir cambios. Al fin, nos vamos a la cama, satisfechos. Fuera de las murallas de nuestro confort, lobos aúllan.


-¿Por qué nuestros dos cónsules y pretores salieron
hoy con rojas togas bordadas;
por qué llevan brazaletes con tantas amatistas
y anillos engastados y esmeraldas rutilantes;
por qué empuñan hoy preciosos báculos
en plata y oro magníficamente cincelados?
Porque hoy llegarán los bárbaros;
y espectáculos así deslumbran a los bárbaros.

-¿Por qué no acuden, como siempre, los ilustres oradores
a echar sus discursos y decir sus cosas?
Porque hoy llegarán los bárbaros y 
les fastidian la elocuencia y los discursos.