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martes, 28 de enero de 2020

A quien conmigo va. 28 de enero.

Lo que puedes esperar de este paso ligero, de la mentalidad que te rodea, del fervor de tu comunidad y del rencor de lo que se agota, de los barrotes de esa prisión que hemos dado en llamar nuestro propio tiempo es brevedad y un azar favorable en el mejor de los casos. Lo que sacarás del carruaje del tiempo mientras viajas veloz a la posada del destino será el secreto homenaje de tu carne a los racimos frescos y la lúcida contemplación de su rechazo, la transformación de tu heredad en un campo modesto en el que aún nacen flores mientras la tormenta comienza a formarse, cada vez más cercana. Lo que verás donde quiera que vayas será la aterradora provisionalidad de todo.

Y sin embargo, hay algo que se queda y va con nosotros. Creo que como nuestra naturaleza primordial es ser y estar incompletos, la diferencia entre la vida que se agita en amargura y la que reposa en serenidad solo difieren en el cuidado que le damos a nuestras heridas. Estas últimas horas no solo se hace preciso recordar, como siempre, que la vida y cada segundo son un milagro. Además, son un milagro compartido con los demás. Y esos que nos acompañan nos hacen la vida mejor y más profunda, nos iluminan y acogen con ellos. Los amigos y los familiares, que nos comparten y se comparten. Los artistas, filósofos, músicos, deportistas, los poetas, los ídolos, cómicos, los pensadores y los que dan su ejemplo. Qué sé yo, hay tantos... Todos los que usan su pasión para sobreponerse a sus fragmentos rotos y al hacerlo, nos ofrecen también cierta curación a nosotros. Todos aquellos que colorean partes de nuestro mundo tan gris a veces.

Y en fin, nadie dijo que fuera fácil. Quizá no se trate de quererlo todo en nosotros, sino de querer darnos nosotros al todo. Para ser grandes, poner todo en cada cosa que hacemos y sentir que cada segundo del camino es el verdadero disfrute de la meta. Eso no niega el sufrimiento, la injusticia, la frustración ni la muerte. Pero da dominio sobre lo que nos hiere y dignidad sobre lo que nos arrebata. Aquiles es descrito por Homero como un hombre de pena constante, "envuelto en una triste nube de dolor"; quizá la tarea del héroe sea simplemente encerrar esa pena en el corazón para no envolver a otros y formar laboriosamente miel de las amarguras viejas. Y para eso es útil meditar sobre todo y todos los que nos han sido dados para llenar de sol nuestros días.

Cuando Alejandro visitó a Diógenes, el que vivía en un barril (me pregunto por qué ha acabado dando nombre a un síndrome opuesto) y al que admiraba, quiso impresionarlo ofreciéndole cualquier cosa que le pidiera. Alejando el grande lo admiró aún más después de que el sabio loco le pidiera que se apartara de donde estaba, porque le tapaba el sol. Vivamos con poco, cuidémonos con amor y no dejemos que las baratijas de la gloria, el afán de reconocimiento o el dinero nos arruinen el sol del alma. Y que más da, me digo. Suficiente es conocer el final del día y conocerlo en paz. Da todo lo que tienes para aspirar merecer recibir lo que te falta. Canta y deja que cante sus canciones a quien contigo va.

Llegará el tiempo
en que, con alegría,
te saludarás a ti mismo al llegar
a tu propia puerta, y en tu propio espejo
cada cual sonreirá ante la bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí. Come.

Amarás otra vez al extraño que fuiste.
Dale vino. Dale pan. Devuelve tu corazón
a ti mismo, al extraño que te amó
durante toda tu vida, a quién ignoraste
por otro, a quien te conoce de corazón.

Quita las cartas de amor de los estantes,
las fotos, las notas desesperadas,
Arranca tu propia imagen del espejo.

Siéntate. Celebra tu vida.


Derek Walcott



domingo, 26 de enero de 2020

Kobe. 26/01/2020.


Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano


Creo que una de las razones del éxito global del deporte en nuestros días, aparte de su conveniencia como espectáculo, es la denegación de la muerte y, no menos importante, la insignificancia. Acostumbrados a un mundo vertiginoso y construido sobre el olvido, nos asusta pasar, pero aún más nos asusta no dejar huella. Pensar que nada quedará de nosotros. 

Quizá eso explica la adoración de los héroes en los que nos encarnamos. Como los héroes clásicos son portadores de un ingrato destino: la luz en la que refulgen es breve, porque los Dioses castigan a quienes aman con un destino implacable y se burlan de la soberbia humana de querer trascender la propia condición, algo que todos hacemos: soñamos ser ellos, los de los veloces pies y los fuertes brazos. Nos lanzamos a por un balón para rematar a gol, tratamos de estirar nuestros dedos con el nadador agonizando para llegar antes, queremos volar en las piernas del velocista. Como adoro el baloncesto, muchas veces he lanzado tiros memorables, he intentado llegar más cerca del cielo y quedarme allí mientras las estrellas azules palidecen y al imaginarlo, yo, que no soy nadie, al fin quería imaginar que habría vencido sobre todo aquello que me forma y al hacerlo, me limita. Después volvía a la cama y el sueño trenzaba el conjuro por el que volvía a mi vida gris, de facturas, pelea, de paso. 

Cuando los años van cobrando su usura, una nueva luz se vierte sobre estos funestos sucesos. Ya no es sólo el héroe ni el conquistador de la eternidad. Se trata de alguien de edad parecida a la tuya, que también ha probado la hiel o intuye ya su venida y el tributo que exige. Es alguien con tanto miedo y pérdida y pasado y olvido como tú. Su irrupción y su partida nos afligen porque nos reconocemos en quienes quisimos ser, pero su tragedia nos hermana, porque no hay consuelo que pueda evitar el escalofrío de la brutal indiferencia de la muerte con cualquiera de sus hijos.

Hay una novela maravillosa, "Toda una vida" en la que se relata la vida compleja y única de uno de estos nadie: La práctica totalidad de los seres humanos que han transitado por este mundo desde el inicio de los tiempos apenas han dejado huella alguna en los anales de la Historia. Sin embargo, hasta la persona más opaca e insignificante acumula en su existencia una suma casi infinita de vivencias estrictamente personales, instantes únicos que conforman una experiencia tan plena como la del más ilustre de los personajes.

Atesorar esos recuerdos y prestar atención a cada segundo, por difícil que parezca, quizá valga tanto como la trayectoria mágica de un balón desde el cielo a la eternidad, esa eternidad que nos mira a los ojos y nos recuerda que somos el río de Heráclito, pero un cauce que sabe alabar y agradecer para desembocar en la laguna silente con orgullo. Hace unos día murió el gran pensador Roger Scruton, que siempre defendió que el valor de la vida no estriba en su duración, sino en su profundidad. Su última frase publicada fue "Cuando llegas al borde de la muerte empiezas a comprender el significado de la vida, y lo que significa es: gratitud”.

Gracias, Kobe Bryant, por todos los sueños y la gratitud que sembraste en otros. Que la tierra te sea leve y te corone la esquiva chispa de lo inmarcesible. Gracias por la emoción y el fulgor, el éxtasis y el frío. Aquí quedarás, te quedarás hasta el final. Como el poeta, nos enseñaste desde el mundo del sudor y el músculo, el de lo que va decayendo, que lo que puede otorgar el instante la eternidad no nos lo devolverá.



Engaño es grande contemplar de suerte 
toda la muerte como no venida, 
pues lo que ya pasó de nuestra vida
no fue pequeña parte de la muerte...

viernes, 24 de enero de 2020

Parábola del espejo roto. 24 de enero.

Refiere un tomo apócrifo de Basilio de Cesárea que cuando el asceta Juan, más tarde Juan de Capadocia, aposentó sus plantas en la tierra donde moraban los aspirantes a santos, vió y oyó prodigios innúmeros: los estilitas, que habían figurado un lenguaje sin símbolos y con sus ojos cerrados pretendían comunicarse entre ellos; los áureos, que se decían descendientes de Marta de Betania y buscaban la paz por el derrumbe físico; los seguidores de Plotino que abrazaron la gnosis y buscaban en las letras sagradas el nombre escondido de Dios; los doctrinarios que trataban de aunar la Ley de Moisés con la enseñanza de Juan y la del llamado Crestos, que decían que el templo sería reconstruido antes de su muerte física y buscaban adeptos en su camino circular hacia Jerusalén. Los mendicantes que pedían para rechazar lo ofrecido y a cambio despertar en el alma de su donante un reflejo de la alegría del Divino, cuyos dones otorgados son eternos. Así, querían convertir a muchos.

Juan pasaba las tardes en oración y ayunaba los viernes, al parecerle que el día del Señor debería preceder al propio de la raza que no lo quiso conocer y, aunque parece una interpolación posterior del texto de Basilio o de sus seguidores, se dice que consagró en uno de sus sueños en los que caminaba por el desierto la iglesia dedicada a la sabiduría. De esta forma vengaba así su enemistad con el Sumo Pontífice Higinio, que había denegado la doctrina de Juan de las aversiones de Cristo: Higinio había decretado que el Ungido, como encarnación de la bondad suprema, nunca repudió nada que la naturaleza ofreciese. Juan de Capadocia escribió unas Refutaciones que se conocen solo por los comentarios de Prisciliano, interpolados por petición del Papa Siricio tras su condena. En ellas, parece argüir que rechazar los frutos de la naturaleza es alabar otros porque el Señor ha hecho distintos a los seres para que formen parte de una unidad que ellos mismos nunca podrán conocer.

Largas eran las tardes bajo el sol del Este. Juan fundó una iglesia y sus fieles donaron sus bienes
a su necesidad y alzaron cruces bajo cuya sombra oraban, para hacer realidad la palabra del hijo del hombre acerca de la cruz necesaria para seguirle y dar gloria a Dios con sus palabras. Cultivaban la tierra, daban gracias al ungido y al Dios que llevó el verbo a su tierra, meditaban y trataban de desentrañar el mensaje de su maestro, en ocasiones oscuro.

Cuenta el docto Basilio, o sus seguidores en su nombre, que un día Juan de Capadocia llegó hasta una tienda en la que unos mercaderes de paso habían decidido pasar la noche. Allí quiso mostrarles la gloria de Dios y convertirles a la fe verdadera. Dijo oraciones, razonó sofismas, trazó parábolas. Como la luz declinaba y los comerciantes eran de fe irania, según la cual el bien y el mal nunca podrán vencerse el uno al otro y fuimos creados para ser espectadores de esa batalla, se divirtieron con sus extrañas inquisiciones, dogmas, apologías.En agradecimiento, le dieron un espejo cromado como los que hacen los libios. Juan, furioso por el símbolo que negaba la unidad de lo creado, lo rompió allí para asentar su doctrina. El espejo no existe nada más que cuando está roto y solo porque hay fragmentos que sabemos perdidos. Los mercaderes, admirados de su elocuencia le ofrecieron otros presentes. Mas Juan declinó y volvió a su pequeña cavidad en la montaña blanca.

Hace tiempo que leí esta historia, revisada tantas veces. No hay mucho más que exprimir de ella, coincidiendo en mi dictamen con el que hizo ya Hofenhöller hace dos siglos, matizado por Jacques Montier en sus tratados doctrinales. La vida es un misterio: siendo una, emana reflejos periódicos y calla a veces, pero es incomparablemente más grande que todo aquello que nos pasa.



domingo, 19 de enero de 2020

Carta a un desconocido. 19 de enero, 2020.

Hola, Miguel:

Se me hace raro seguir llamándote así. Tantos nombres han pasado por nosotros como los amigos y grupos que hemos frecuentado y perdido. Sin embargo, espero que sepas perdonarme que no use ningún apodo o vocativo amistoso. Ya no sé quién eras y yo he ido olvidando quien soy.

Seguirás viviendo en ese angosto corredor de mi recuerdo como alguien ingenuo y feliz, de vocaciones simples y soluciones fáciles porque gozabas del cariño y la simpatía de los tuyos. Cometiste errores, saliste adelante, ignoraste el paso del tiempo y allí te quedaste, esperando que los años no trajeran desventura ni esparcieran el veneno que veías en los que ya no eran jóvenes.

Pero han venido también, siniestros, silenciosos. Los heraldos del tiempo han mellado mis fuerzas y los pétalos del tiempo han ido cayendo sobre suelos cada vez más secos. El cinismo y la indiferencia e han apropiado de las esperanzas. Te veo como un frívolo que nunca arriesgó nada por lo que decía creer como tú me verás un cobarde que rindió sus sueños por resignarse a la comodidad de un colchón y distracciones pasajeras. Me sigue gustando, como a ti, Nietzsche, y esa parte del Zaratustra: el espíritu es voluptuosidad, ellos dijeron, y se ríen de quien persigue altas esperanzas. pero tú no arrojes al héroe que hay en tu alma, y conserva santa tu esperanza más alta. Y sin embargo, busco ahora y no encuentro más esperanza que los breves y pequeños placeres, la salud y la mirada amable del azar, que nunca se detiene.

Ya ves; yo no tenía excusa, ni el naufragio de un amor en la melancolía ni la crueldad del destino ni la envidia de una dicha incomparable y perdida. Simplemente, he gastado los años y me han gastado. Aún estoy lejos del que creí ser y hoy veo, porque la edad trae consigo esa capacidad de ver más adentro, que este camino no lleva a ningún sitio. Creo que el tuyo tampoco lo hacía. Seguirás con tus sueños infantiles y tu inconsciencia bendita. Pero no todo está perdido o fue para mal. Con todos nuestros lastres, llevamos vivida una vida privilegiada, seguramente sin merecerla. Como en ti, sigue brillando en mí una chispa aún. Si he de ser capaz de avivarla o si mi desidia (quizá debiera decir nuestra) y abandono marchitarán su fulgor, eso no lo sé. Solo ruego tener esa fuerza mínima para ser decente y honrado. Aunque no lo creas desde tu tiempo, no es tan fácil como parece.

P.D: El mundo es un lugar más frío y desolado, también, pero tú nunca lo veas así y disfruta de las ventajas ambiguas de la inocencia y sigue, desconcertado, tu camino.

Tu viejo amigo, que está demasiado lejos,

Miguel.