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jueves, 31 de diciembre de 2020

Cuando acaban las guerras. Treinta y uno de diciembre.

 Lo peor de la tristeza es estar desolado mientras el mundo irradia esperanza, indiferente y despreciativo al vacío interior. Lo peor del estallido de las esperanzas colectivas es el silenciamiento que dejan atrás.

Ha sido un año convulso y muy trágico para demasiados. El jinete de la pestilencia ha arrasado los campos tras un tiempo en el que creímos que había sido descabalgado y encerrado en la perfecta mazmorra del progreso. Pero somos animales asustados y el azar nos hace bailar danzas amargas. Nada hay que decir, sino mirar con los ojos de asombro y coraje que otros más acostumbrados a los pesares nos legaron desde un pasado que queremos olvidar demasiado pronto. Su fuerza puede ser la nuestra. Lamentablemente, no hay soluciones perfectas y hay un precio que pagar por cada impulso apostado. La enfermedad ha venido y nos ha hecho imposible olvidarlo.

Solo puedo conjeturar un alivio a la zozobra de los días. Como nada sabes de los infiernos ajenos, no añadas los tuyos y sé amable. Da lo mejor de ti en otros y merece recibir lo que te falta. Y cuando la guerra acabe, espero que tengas motivos para celebrar el afecto y el calor de los tuyos. No lo des por supuesto y da gracias por ello. Pero no olvides abrazar y dar fuerza a los que ese ardor perdieron y ahora arañan la vida en un lienzo rasgado de tristeza y abismo. Sé amable y glorifica la vida con tus actos y no te inmoles por no ser perfecto. En cada uno de nosotros se agitan y pugnan fuerzas opuestas. Intentar que prevalezca el lado luminoso es arduo, pero acaba dando sabor al espíritu, creo.

Cuando acaban las guerras, el ánimo vence al olvido. Pero no debemos olvidar, por las almas a las que debemos compasión y abrigo. Tratemos de ser justos, prudentes y valientes. Os deseo lo mejor. Feliz nuevo año y que la luz en la noche se abra en una aurora. Feliz 2021.



lunes, 21 de diciembre de 2020

El VAR. 21/12.

 El VAR es el instrumento que ha enviado la Providencia para destruir el fútbol, junto con las ansias constructoras de Florentino y las destructoras de Bartomeitor. El VAR  es una invocación a una divinidad que ciega y enloquece, mientras manda el partido a los anuncios. En el VAR hay una sala VOR, donde se revisan trescientos millones de decisiones por segundo y nunca se pitan dos cosas iguales.

El VAR es una prueba de fe para los castigados aficionados, que han sufrido los cambios de horarios, las pijadas en el pelo, las celebraciones chorras y los anuncios de zapatillas en vivo en mitad del partido. El fútbol se ha convertido en industria del espectáculo, así que es doblemente una vida vicaria, delegada, para la vida mas empobrecida de experiencia que se ha arrebatado de significado junto con un sonido de gran confusión y furia. El VAR es el nuevo fútbol, nuevo de memes y viejo de la evasión de una vida en los que no llegamos a ver puerta y nos llegan fácil. Por eso seguimos esperando un fulgor sagrado tras todos sus errores recurrentes. Todos esperamos, en el auge de nuestras ilusiones, la posibilidad de recuperar segundas ocasiones y las oportunidades perdidas.

El VAR ha llegado para dar un sentido de justicia divina (la clásica, la indiferente, la que viene de Dioses que nos desprecian, no del que creamos para consolarnos, el nuestro, que nunca responde) y ruido de sables que nunca desnudan el filo. El VAR es la brillantina que nos oculta la cochambre del artefacto, hermoso y terrible, en el que siempre ganan los de siempre.

El silencio es cada vez más difícil. Oigo la radio, me pregunto que pasará mañana y trato de dejar unas líneas como el defensa que protesta un fuera de juego porque sabe que lo ha roto él, con la impotencia de quien no cree que llegue un penalti en el último minuto, y si lo hace, seguramente se estrelle contra un palo. Júpiter y Saturno bailan cerca en un cielo oscuro y abismal, mientras las ondas recogen las palabras que discuten sobre la fugacidad del instante mientras las horas se escapan como la arena y pensamos si mañana podremos al fin ganar nuestro partido.  




lunes, 14 de diciembre de 2020

La gran ola. 14 de diciembre.

 Durante mucho tiempo, me levanté temprano. Con esta novedosa situación y un enemigo invisible asediando las aceras, he tenido la suerte de mantener un empleo y he podido trabajar desde casa. Hace unas semanas leí que ahora la humanidad duerme más horas y no debe saltar de la cama al transporte que lo guiará hacia cada nuevo día; entre eso y una situación de angustia prolongada, quiza sea la causa de que tengamos, o recordemos, más pesadillas, apuntaban.

Puede ser: durante estos meses, cada vez que lo he comentado, la mayor parte de mis amigos reconocían algo parecido, un mayor recuerdo y consciencia de sueños intranquilos. Será que la noche es oscura y alberga terrores y lo desconocido.

Ayer, tuve una. Quizá llamarla pesadilla es exagerar. No recuerdo especial zozobra o incomodidad cuando la vivía. Era uno de esos momentos espesos en los que te ves desde fuera y sabes que sueñas. Yo había llegado con cajas y bolsas y allí tenía algo de comida y mis cosas. No me costó acarrearlas, pero cuando las dejé en un barquito al lado del pantalán, vi que abultaban más de lo que creía. Me senté en el borde, colgando las piernas y disfrutaba del sol, placido y sin preocupaciones.

Entonces llegó, silenciosa, calmada. No era un tsunami. Parecía agua derramada sobre el borde de un recipiente que lo cubría todo sin furia y casi con cuidado. Pero estábamos inermes ante su fuerza tranquila. El barquito perdió su carga, la mía y la colina líquida desguazó sus cuadernas. Yo sentía la paz del vaivén de la fuerza del mar y la tristeza de perder lo que había llegado a atesorar. Entonces, supe que, como todos, debía empezar de nuevo otra vez más. Y cuando la ola pasó, el ocaso se hundía en el mar como una esfera líquida de fulgor que no conocía el pasado ni sentía aprensión por el futuro.

No soy de los que sienten que los sueños pueden tener un mensaje ni busco paralelismos con mis días. Sin embargo, si creo que hay historias que reflejan anhelos y pesares universales en los que merece la pena reparar, antes de seguir con la vida del movimiento apurado, las facturas y el desgaste de los días y las peleas. Todo lo que crees que eres, todo lo que has recogido poco a poco en una vida de euforias y amargura, como las demás, se puede acabar en un segundo. Cuando la ola llegue, y llegará, sin dudarlo, no digas que fue una visión o un espejismo y trata de empezar otra vez, sin mencionar siquiera lo perdido. Y algún día, una corriente amiga te llevará a la tierra del crepúsculo anaranjado y la paz sin memoria.

Dublín acecha desde las alturas de edificios vacíos y estadios roncos de un eco que ya no sabe dar calor y busca una respuesta en el significado de la noche.




jueves, 10 de diciembre de 2020

Thiago. 10 de diciembre.

Vivo en una ciudad relativamente grande. Desde la ventana se ve un rebaño de grúas alzando edificios, el río manso fluyendo hacia un olvido grato, las grúas del puerto, chimeneas altivas y un campo de fútbol y rugby iluminado algunas noches. Cuando uno mira desde lo alto, solo lo fuerte aparece a la vista. 

Sin embargo durante estos meses confusos y ansiosos, la carne se impone, débil, temerosa, frágil.  Uno se fija en los transeúntes que vamos pasando y esperamos un mañana más amable. Uno de los paisajes móviles que variaba y siempre ha estado presente es la de los repartidores de comida, con sus bicis y sus mochilas enormes, llevando sus carreras de un lugar a otro, mientras el brillo de la lluvia reflejaba las luces de las farolas y los neones. Su esfuerzo es el de los todos que han ido salvando lo mejor de los días de los demás de la forma mas noble: sin darse importancia. Ellos fueron y son el fluido vital que corría por las venas desgastadas de la ciudad exangüe.

Hace unas semanas, uno de esos repartidores fue atropellado por un coche que se dio a la fuga. Había llegado desde Brasil, iba a casarse el próximo año. Su cuerpo quedó sobre un cruce y ya nadie pudo asomarse a sus ojos, abiertos ya para siempre al duro aire. 

Hubo una concentración sentida y digna, algunas flores y velas se dejaron en el cruce fatal. Paso a menudo por allí. Las flores se han ido marchitando y las velas y los carteles ya no están, mientras las obras siguen alzando imponentes torres hacia un cielo que no es nuestro. En cada paso que damos hay muescas invisibles de un pasado, líneas borradas que nos recuerdan la indiferencia de la muerte y la fragilidad de todo. Ahora que el viento yergue sus alas sobre el río oscuro que parece detenido como dentro de un sueño, el nuestro, el que espesa la realidad y nos hace dudar de la futilidad de todo y la miseria del recuerdo y la crueldad del olvido, solo quería contaros su historia, la de un trabajador que quizá pudo rendirse y no quiso, decidió pelear y mereció un destino mejor. Thiago Cortés. Descanse en paz.


 


domingo, 6 de diciembre de 2020

La niebla. 06/12/20

 Es una presencia que acecha muchas ficciones y sueños. Es una sombra blanca que desciende sobre los reinos de los hombres como el trasfondo de un sentido olvidado. Puede ser leche maternal cálida y hermosa o un siniestro brillo que desfigura los contornos que nos resultan familiares para despojarlos de cercanía y devolvérnoslos fieros.

En el río que nunca es el mismo y siempre corre y nos lleva en él, es un velo en los ojos, como los de el Ensayo sobre la ceguera, o Los inocentes (o Kafka, ciudadano Kane y Los Otros y tantos otros) un espejismo que trae un recuerdo del que perdemos todo salvo su rastro postrero.

Hoy la niebla cae sobre la ciudad y los brillos tienen aura y las sombras se acercan y la realidad está más lejos y la vida espera.A lo lejos, sombras tras de la piedra arañan la pared del día con su inútil ternura y el néctar del porvenir gotea sobre los muros ocres. Mientras las figuras pasan y se pierden para siempre, entreveo una conjetura, acaso forzada: la bruma oculta lo obvio para resaltar lo escondido, lo discutido, lo que no puede ser definido o nombrado. Quizá la neblina que se posa sobre los seres alumbra el misterio del ser humano, informe y difuso y que nadie puede aspirar a tocar sin ser burlado, llenas las manos del  humo que aún resiste a las luces, los edificios imponentes y las voces que quieren imponer su reino bajo una luz agotadora y cruel.

O al menos, eso siento hoy, mientras un barco de luces doradas luce frente a mi ventana abriéndose paso valiente mente hacia el mar y la noche espesa, como las perpetuas preguntas en las que, inermes y cautivos, aún nos agitamos.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Anteo. Tres de diciembre

 Hércules debió completar una serie de trabajos para completar la penitencia por el crimen mas execrable: derramar otra sangre. Cuando volvió de la tierra de la locura con que los dioses le castigaron con su habitual indiferencia cruel, se dispuso a completarlos para alcanzar la paz del alma, si es que que acaso tal cosa existió una vez.

Una de las pruebas más arduas y dulcemente atroces debía ser llegar hasta las ninfas del atardecer y soportar la seducción de una tierra en la que nadie puede quedarse. Este jardín del Oeste, de una tierra del ocaso que bien pudiera ser en mis cavilaciones la de mis padres, mientras la tarde anaranjada se derrama entre ondulaciones y trigales. Las hijas del Ocaso esperan en la duermevela y expulsaban a los que despiertan de su embrujo. Allí la arboleda ofrecía manzanas de oro que otorgaban la inmortalidad. Las diosas y un dragón de cien cabezas lo guardaban. Mas Heracles las robó con astucia engañando a Atlas, que sujetó el cielo para que él corriera debajo. Pero la inmortalidad de quien no aprendió a perdonarse puede ser una maldición eterna, dicen otros.

De vuelta del jardín, Hércules se topó con Anteo, hijo del mar y de la tierra, de Poseidón y Gea. Amado por su madre, era un gigante invencible en la tierra, pues Gea besaba sus pies cada vez que los posaba. Como hijo amante, quería honrar a su padre y levantar un templo, construido de cráneos. Por eso, quiso hacer la tierra suya, y de esta idea nefanda, por cuya causa se han cometido más crímenes que por cualquier otra, acababa con las vidas de los que recorrieran los territorios que él quiso arrebatar a todos los demás.    

Severo es el desafío que afronta Hércules. Dos colosos invulnerables estremecían la tierra. Ay, Anteo saltó hacia Heracles, o bien éste logro levantarlo. Sin los pies aposentados en lo que conoce, Anteo pierde su fuerza y Hércules, temeroso hasta entonces y jadeante, se vuelve temible y lo asfixia como a un pajarillo indefenso y de mirada herida. Dicen que allí donde fue el duelo, una torre honró a Poseidón al fin y los huesos de su hijo, preso de otra locura, reposaron por la compasión de su semejante, que tanto lo comprendía. Puede que sus manos levantaran la Torre que lleva su nombre hoy, cerca de los acantilados del fin del mundo.

Es inútil buscar vocación o enseñanza en el dictamen divino. Ellos, los Dioses, habitan otros mundos y los mueven otras pasiones; juegan con nosotros por diversión como juega con ellos el destino, en una espiral infinita de causas y repeticiones siempre matizables y sutiles. Sin embargo, cuando uno piensa en Anteo no puede dejar de pensar en tantas buenas mentes y corazones que han caído presos de una obsesión que los eleva y al hacerlo los debilita y quiebra. El beso de la realidad no es el más dulce, pero es el antídoto contra el néctar dulce de la enajenación, que necesitamos tanto como sabemos de su poder destructivo. Quizá no se pueda ser completamente feliz totalmente apegado a la realidad; conjeturo que saltar en pos de cualquier ideal sin contacto con la tierra nos pierde y sepulta. 

El mar sigue su reflujo contra la luz de la luna, que lleva hacia un misterioso jardín quizá, donde los huesos y la inmortalidad, las manzanas de oro y la noche se funden con las luces de neón y los faroles de los cargueros en una búsqueda incesante de pasión en la razón y razón en la penumbra, mientras las aves duermen.





martes, 1 de diciembre de 2020

Primero de Diciembre. Lo edificante.

 El sabio edificó su casa en la roca y el necio edificó en la arena, dice una sabiduría antigua cuyas ondas aún llegan hasta nuestra orilla del estanque. Más débiles, desde luego, porque el ser que perdió el sentido de la trascendencia está perdiendo el sentido de una realidad cada vez más difusa y que parece agresiva cuando no se postra contra temblorosos deseos. Esta imitación a la vida, la delegación de las consecuencias de los actos contra una vida indiferente quizá sea nuestra arena blanda y sutil.

Pienso en ello cada vez que las pantallas prometen al espectador poder ser dueño de su vida. La mayor parte de los actos son huecos, fútiles, brindis al aire. Contra el estigma de los condenados, hay un aura virtual barata y desechable que nunca prospera porque no está pensada para prosperar, sino para brillar antes de que los demás espectadores se aburran. No podemos vivir sin verdad, pero uno era más feliz sin exhibiciones de virtud diaria para la galería. Puedo estar equivocado, pero pienso que la ostentación de la bondad es el mal mismo: lo que edifica cuesta retrasos e inconveniencias pero lo que demuele está jalonado de grandes futuros huecos a los que no se desea llegar en realidad.

Puede que sea el frío el que dicta estas palabras sin mucho raíl, o quizá es la curiosa relación del poder con la verdad. Vivimos culpables de mareas que llegan sin saber por qué, como personajes de Kafka, que no quieren rebelarse porque no hay nada tras el absurdo que los persigue. Es duro edificar sobre la roca de la constancia, y hay un precio a pagar siempre. En tiempos de peste y de crisis morales y económicas, quienes tienen voz la usan para humillar a los que sufren. Muchos desean un discurso injusto que tenga sentido a uno que dé al azar el escalofriante valor que juega en nuestras vidas. Y si tienes la mala suerte de caer de forma que estorbe al que desea ceñir la corona, no habrá grandiosos monumentos, ni modestas cruces, ni placas oxidadas, solo mala hierba y olvido. Será un consenso amplio, feliz y orgullosamente falso. El Leviatán necesita el calor del miedo de sus sojuzgados para extender sus alas. La mentira es la fuerza que mueve y domina el mundo.

El prudente edificó su casa en la roca y sudó para mantenerla contra la corriente desdeñosa de los días. Los simples edificaron en la arena y llenaron su corazón de rencor. Llenaron las pantallas de convicción moral y moda. Se convencieron, y convencieron a otros, de la injusticia que se las había hecho. La casa sobre la roca ya no existe hoy, derruida por hombres huecos, que arriman su palabrería sobre cualquiera e imponen la falta de sensibilidad de su mundo y usurpan los ideales con su filfa vacía.

El verdadero sabio no edificó su casa y buscó un camino escondido.