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jueves, 28 de septiembre de 2017

La canción del pirata. Septiembre, 28.

Yo jugaba con el barco pirata de playmobil. No recuerdo ahora que travesías imaginaba en el, pero bastaba una tarde para levantar un imperio y una estela de libertad. Peleábamos en la cubierta y nos resguardábamos de los temporales. Y la magia era dirigir el barco y ser una figurita más a su proa audaz. Poseidón y el marino que le ofrece sacrificios.

Esos días quedan lejos. Hoy, inmerso en otro bosque simbólico, los mismos juegos existen, pero en la cáscara de la madurez que forma un caparazón agrio, el orgullo ha  suplantado a la felicidad como motor y guía. Agustín en sus Confesiones (posiblemente, las mejores), manifiesta esta misma extrañeza sobre esos cielos plomizos de la edad adulta. Cuando la conciencia de la finitud, las cicatrices pasadas y el gen egoísta trazan un plano de sombra  en los raíles rodeados de mala hierba. Porque cuando la inocencia desaparece, el veneno del juego nos atrapa para ser nosotros mismos juguetes de lo que anhelamos, para escapar de nuestro sentimiento de finitud inacabada. Y jugamos sin brillo y actuamos sin ganas. Quien sabe si una de las figuras que se mueven a nuestro lado es quien dirige la obra, llena de elipsis, repeticiones y falta de vigor dramático. En verdad os lo digo, sería para darle dos hostias.

Dundalk baila mientras los coches recorren su lomo como si fueran sombras brillantes, centellas vaporosas contra las tapias grises.




lunes, 25 de septiembre de 2017

Deckard. 25 de septiembre.

Me han preguntado en el curro para una actividad que personaje de cine sería. Supongo que habría otros muchos, pero me vino a la cabeza Rick Deckard, el policía, el asesino de "Blade Runner". Supongo que me gusta su estampa de antihéroe clásico, antes de que el rol fuese invadido por psicópatas enloquecidos haciendo bromas en situaciones inverosímiles. En fin, de un tiempo a esta parte, siento que me atrae lo pasado de moda, e ir pasándome yo de moda también. Esto es fácil, nunca fui moderno, a pesar de los consejos de Rimbaud.

Me gusta su mirada, su evolución y su estoicismo bajo la lluvia del futuro. Querría llevar esa gabardina y esa actitud cínica que no sabe evitar una mirada moral sobre lo que le rodea. No se trata de catequesis; se trata de ser fiel a las propias reglas, las que elegiste cuando saltaste del acantilado para bailar cayendo. Y sobre todo, adoro esos dos minutos dorados de la historia del cine, cuando un replicante más humano que los alienados que le rodean busca la verdad, la vida, el refulgir para arañar los muros inconmovibles del tiempo, que lloran lágrimas que se perderán en la lluvia.

He elegido a Deckard, y ahora en el tablón de mi equipo soy Miguel Deckard, con su gabardina, su barba de 3 días y su pistola. Detrás de esa imagen, espero llegar a ser un día el que aprendió de su semejante a derribar las barreras para llegar a comprender que a nada lleva amar tu vida si no amas también la vida, la de todos.





He imaginado un diálogo como coda a esta entrada:



Esta es la lluvia que vieron los ancestros

de mis enemigos.


El agua que resbala en el ladrillo de las chimeneas.

Ellas estallan hacia el cielo que nos protege

de las invasiones de los ángeles

Pasó mi tiempo. Persigo sombras

y me persiguen las lágrimas ajenas

de acero. Vivo de prestado. El tiempo acecha.

Yo... yo sólo busco la respuesta

a esa pregunta que las gotas torturando la chapa

no dejan escuchar.


Dundalk se revuelve contra la noche como si estuviese perlado de neones y sus chimeneas escupiesen fuego hacia un cielo al que solo miran quienes saben lo breve que será.

sábado, 23 de septiembre de 2017

23/09/2017. La deriva

He tenido tiempo de desdoblarme, y ver mi rostro en otras vidas. He caminado hacia la populosa Esmirna entre mares de dunas, y sido un fugitivo entre las calles de Beijing. Pude oír las campanas de Bizancio y caminé hacia la coronación en Aquisgrán. Fui un hombre sin rostro y un mensajero me encomendó la muerte de una niña. Deambulé por Comala. Ascendí al abrazo al fresno Ygdrasil y escapé una noche sin luna de la prisión de If. Fui esclavo númida, y feriante con familias de erizos en mis manos frías y rugosas, llenas de alhajas para impresionar a otros mercaderes.

Cuantas maravillas me ha sido dado imaginar, y cuantas prisiones me acogieron en sus lóbregas fauces. No sé que dara mañana. Siento que la vida de las hojas me engaña con su arrullo taimado. Y sin embargo, al levantar la vista solo puedo ver rabia y mezquindad; desdichados tratando de extender su mancha a cualquiera que pasa a su lado. Contemplo seco los restos del naufragio de la inocencia perdida, y me hiere mi falta de luz. Y que más da. Bailemos un segundo, hasta que la vida nos venza, tarde o temprano.

No quiero timón en la deriva.

Dundalk me acoge en un rincón como un perro inofensivo y agradecido, trato de ignorar el ruido de la ansiedad que me envuelve cuando levanto la cabeza.


jueves, 21 de septiembre de 2017

Veintiuno de septiembre Detox

Una de las virtudes del poder es cambiar los hechos. Caligula lo mostraba al condenado a muerte cuya cara se iba revistiendo de la dignidad de la inocencia a medida que el fuego lamía la sentencia consumida. Quien controla el pasado controla el futuro.

Solo queda caminar por ruinas de ciudades que la imaginación eleva por encima de su talla antigua, y caminar para escapar de la rueda de la historia, que proscribe la felicidad. Quiero desintoxicarme, y experimentar la soledad y el frío crudos, sin pantallas que me ofrezcan falsos consuelos. Así que cerrare mis redes, para no enredarme más aún en ellas (ay, ya es demasiado tarde), y morir un poco, yacer de un pulso digital que ni da luz ni jalea en los momentos oscuros. Seguiré escribiendo aquí, tratando de resistir lo mejor que pueda.

Dundalk es ahora un macizo de pilares extensos que no se camuflan detrás de motivos destilados.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Seis de septiembre. El cerebro del mal.




En Wansee, a las afueras de Berlín, hay una villa. Entre sus paredes se acordó el mayor genocidio de la Historia.

Leo en HHhH que su arquitecto, Reinhard Heydrich, contaba 36 años. Sé que es una chorrada, pero es mi edad. No puedo sentir el pavor maduro ante la exaltación juvenil que ignora lo que siega ni el desconcierto del niño ante las bajezas que cometen los hombres, maleados y oxidados por el tiempo. Solo puedo sentir el pavor y el desconcierto unidos a la certeza de la indiferencia del mal. Heydrich, siempre circunspecto, fue un protagonista en la hora estelar de los asesinos, de Babi Yar a Auschwitz. Lo que sigue aterrando no es solo la sangre, sino la tinta para registrar, la burocracia y la combinación del asesinato en masa con el cuidado de las agujas de la vía del tren. Porque las ideologías, forjadas en el molde de las religiones, premian los esfuerzos para conseguir la venida de la tierra prometida, y así extienden un odio ubicuo que permite hacer de la muerte una industria. El más malvado de los hombres se detendría en mitad de su lago de sangre si no creyera que lo que hace es realmente necesario.

Esa es la banalidad del mal, también. Necesita el fuel de la segunda venida, el kitsch de la edad de oro, el infantilismo, la redención de niños asustados que en el culmen de su vida, quizá con 36 años, arañan los surcos para dejar heridas que ya no sanarán. Pero a nadie importa: otra manifestación de esa banalidad es el olvido que surge del recuerdo superficial. Cuantas veces no habremos oído nazi o fascista. Esas comparaciones absurdas son el caldo de cultivo de nuevas pestes. No hay mayor propagador de una doctrina que quienes viven de zaherirla sin sentir nada.

Dundalk mira hacia la noche temprana y olvida la jauría humana que abruma toda la tierra.