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jueves, 25 de agosto de 2016

Reseña. 25/08/2016

Los protagonistas de "La marcha Radetzky" sienten la culpa y el peso de un mundo derrumbándose, como nosotros. Hay un fuego que nos hace responsables de lo que no logramos, por imposible que fuera. Los lenitivos que su tiempo ofrece son menos variados que los del nuestro. Por eso nos hacemos la ilusión de que sabremos escapar.

Crecer es creer que a cada vicisitud del destino corresponderá una pelea. Envejecer es saber que el destino juega con las cartas marcadas. El remordimiento por lo que no puede ser cambiado. La ira por lo que no fuimos capaces de lograr. Mientras los tilos de las avenidas soleadas se abren como promesas, todo es fácil. Las sonrisas del agua soleada y su brillo, la brisa amable, los amigos. Pero las nubes se dirigen a poniente, lentas pero inexorables, y allí vemos la decadencia en los muebles, la ropa, los arcones. Nadie vió llegar al mensajero en un caballo audaz trayendo las noticias que mañana nos estremecerán. En el salón, los valses suenan, pero las luces tiemblan con el cierzo que anuncia la tormenta de verano.

En Dundalk, Carl Joseph Trotta rumia sus errores junto con su padre amado frente a una panzuda copa de coñac. Y el sol se desnuda en una armonía de colores vivos que nadie mira. Suena una música invisible, y el desfile de las ilusiones perdidas se viste de azul para pasar bajo mi balcón.