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miércoles, 12 de junio de 2019

Ventanas al pasado de entonces.

Suelo ir y volver del trabajo caminando, siempre que el tiempo no lo impide. Voy absorto en pensamientos volantines y ligeros; gano copas de Europa, gano premios Nobel y gano las discusiones que tuve durante el día con gente que me desconcentró para encontrar la respuesta oportuna. En fin, esas cosas.

Al llegar a casa, suelo pasar por una ventana que da a un salón con sofá en el que dos ancianos se sientan. Por pudor no aligero el paso, pero tras varios días, sé que voy a ver. A ella mirando las flores del jarrón de su mesilla o la pared, a él mirando mucho más allá de ella. A veces miran por la ventana. El clima no prodiga aquí estallidos de color ni hay figuras de Chagall insertando magia en los panales del pueblo. A veces, unas nubes oscuras, como de el Greco, se posan sobre los tejados. Las personas y los coches pasan como sombras cada día. Y sin embargo...sin saber quienes son, los errores de su vida ni sus remordimientos, deseo que vean todo, la espuma rosada de algunas tardes, la inocencia cristalina de los niños, los momentos gloriosos de su vida y un rayo de esperanza cada día.

Porque la vejez es cruel y los hombres también aprenden a serlo. No sé si llegare a esa edad, si tendré esa mirada perdida o perderé la razón y gritaré para vergüenza de quienes aún queden. En cualquier caso, no se trata de uno. Se trata de los otros.  Se trata de esa pareja entrañable y heroica que pasa los días juntos y mira con ojos gastados el porvenir cada día más exiguo y no se lamenta porque ha comprendido que, en el fuego de Troya o en el aguacero de Louth, la única salvación de los vencidos es no esperar ninguna salvación. Espero que así lo sientan, de corazón. Que logren aprehender el día y entre silencios que lo dicen todo, vean figuras de luz que solo ellos pueden ver moviéndose entre la fuga y la erosión de las cosas. Por esos ojos  que se asoman al pasado y se sorprenden de toda la felicidad que, silenciosa y por sorpresa, han al fin tenido.

Dundalk se recuesta sobre el brillo mojado de las baldosas y silba una tonada que se va perdiendo en un espejo lejano...

martes, 4 de junio de 2019

Junio.

Cae la lluvia como suele, limpiando el cielo y enturbiando los ojos. No amusgaremos la mirada hacia el cielo hoy. El horizonte es una gasa gris y los edificios brillan en las aceras. Su sonido golpea dulce las horas que pasan, los pensamientos que vuelan, los planes de vida que resultaron errados, la esperanza y la fuerza de su constancia. Y así es aquí. No me gusta que Junio sea Octubre, pero a veces lo es, y se viste de lentitud y silencio en sus gotas. Hace falta una chimenea o una camilla. De otra forma, quien hoy esta solo, lo estará largo tiempo.

Cae el cielo a jirones, como cayeron las hojas en el pasado, como los párpados se vuelcan en las despedidas. La mirada lenta y la tarde se mece en el arrullo de su propio ritmo. Quizá el libro olvidado en el rincón oscuro, el brillo turbio del pub ofreciendo un amago de olvido, un cuaderno esperando ser rasgado para quien sabe que futuro, esperen hoy también. Hace falta un asombro, una sacudida, un reflejo de la maravilla que se esconde en algún lugar al que un día llegaremos.

Caen las nubes sobre la ciudadela y las defensas se oscurecen mientras los centinelas siguen esperando. Levántate, vístete, avanza. Las raíces amargas de la calma pueden estar preñadas de relámpagos y mañanas gozosas en campos de vino y verano. Hace falta seguir, caer y continuar mordiendo, hacer camino aunque las manos se agrieten.

Cae Dundalk en su llovizna y caigo con ella en la tarde discreta. La mirada se pierde en las montanas cercanas, desde donde la magia comienza a construir el arcoiris. Entre las rocas, otra vida sueña y hacia ella vamos, tratando de hacer semillas de cada día y elevar un altar de luz en cada sombra de los días vanos. Es Junio en el calendario y aún camino hacia su luna.