Desde hace unas semanas no puedo dormir y no sé qué sueño. He estado dejando que los días me arañen y me he deleitado en su castigo, solitario todos los días, náufrago en mi calle, deseando ser otro, deseando estar lejos, sabiendo que mi medida ya está colmada y que no hay nada que pueda colmar el espíritu en los pesados días. He visto a otros partir y me asombra con pena no poder volver a oír su voz. He visto mi espíritu agriarse y caer, atrapado en el silencio y la rebeldía. No quiero estar aquí. No quiero ser quien soy. Una voz me pide que reclame ayuda. Entonces, un coro de voces se burlan y la denigran. Debo ser castigado, tengo que ser el cadalso y el reo.
Si me importara, diría que necesito un cambio. Desesperadamente, necesitaba. Me temo que ahora he rebasado los confines y me siento frente a una llanura exangüe, plana e inacabable, recubierta de bruma. Está nevada, pero mis pasos no dejan ninguna huella. En el centro de la visión impera una quietud magnífica y yo no deseo nada. Ni paz ni consuelo ni apoyo. Voy a cumplir cinco años aquí y no sé cuál es la duración exacta de la condena. Puede ser que fuese lo que mi culpa ancestral requería: que algo me ciñese la cintura y me llevase a donde yo no quería ir. Lo acepto todo como un perro apaleado que agradece que le dejen dormir frente a la puerta de una casa de la que recibe despojos. Solo sueño con ejecutar un acto sagrado: comenzar a caer. Será magnífico sentir el viento durante todo ese vuelo, volver a fingir que en el hueco de las cicatrices habitaron alas.
La voz de la madrugada es rumorosa y amable. Nada hay que me saque de su abismo, ni yo deseo aferrarme a esperanza, que perversamente engrandece el tormento. Voy a tratar de pasar esta noche como sea, y mañana la que venga, hasta que algo pase o la voz se apague y ya no tenga que lanzar más botellas invisibles al mar de una noche indiferente y sorda. Me avergüenzo de pensar que cuando llegue mi revisión médica no me importaría sacrificar mi salud para garantizar la de otros que si merecen disfrutarla. Hago ese pacto con un Dios desconocido y recibo silencio. Porque ya no deseo más, y que mi falta de propósito aún pudiera servirles a ellas. Me avergüenzo de mi autocompasión, pero es la arena que ha quedado entre mis dedos.
Desde hace semanas ando sonámbulo por pasillos nocturnos con puertas cerradas, de luces trémulas y de materia espesa. Me siento contra la pared y espero a que el sol aparezca para empezar un nuevo día de condena. Sin buscar redención, porque no sé de qué redimirme, sin cesar de sentir la culpa punzante por todo el dolor del mundo y del mío propio, por desdén de mí. Acaso cuando sepa que también carece de importancia conquiste mi libertad, aunque será huera y seca. Quien lo sabe. Ahora un silbido recorre mis oídos y pienso que es el sentimiento de desprecio que sentirá quien lea esto. Está bien así; todo debe ser cumplido.