Me gusta mirar a la gente pasar, como a tantos. Sin embargo, me resulta muy difícil pensar, inmerso en una multitud, que cada rostro revela un alma capaz de sufrir, tras miradas fugaces e impresiones breves. Todos tratamos de escribir nuestra novela. Nos contamos las mentiras en las que se sostiene nuestra existencia, quiero decir aquellas de las que vivimos. Añadimos a nuestra alma las pocas de otros cuantos compañeros de viajes que aprendemos a conocer, con sentimientos propios que construimos como espejos de los nuestros. Lo demás es una magma difícilmente distinguible de caras, cuerpos y gente, gente sin más, de la que sabemos que es como nosotros. Pero a mí me resulta difícil reconocerlo con el corazón o el pensamiento. No creo que sea algo extraño o minoritario. Nos cruzamos con gente, no con personas; sufrimos por ser diferenciables de la masa; nos desconocemos mutuamente y pasamos de largo.
Nadie admite verdaderamente la existencia de otros, supongo. Quizá la norma sea nunca encontrar un espíritu ajeno, salvo tras un arduo y prolongado proceso de hallar una chispa de creación en ellos y perder la concentración propia de la sensación infantil de la relevancia. Acaso por eso la modernidad exuda angustia: somos protagonista de nuestra novela, sí...que a nadie interesa, nadie lee. A cambio, somos la gente, inerte y deforme, de las historias que adopta la mayoría, con heridas secretas. Sentimos que nuestra vida, el sufrir, los tragos amargos, las euforias súbitas, en definitiva, las añoranzas de una vida más plena, son desatendidas y sin interés. Creo que es cierto. No habrá apenas más que demografía de lo que vivimos, de cuando muramos, por qués dóndes, cómos. Si alguien logró llegar más allá de la máscara, habrá una parte de pena y tragedia en qué fuimos. Más allá de eso, para la mayoría sólo queda la humillación de la cifra, el frío fulgor estadístico.
Sí, no existo para ti. Sí, tienes por más cercanos tus recuerdos e impresiones de otros mundos dentro de tu espíritu que yo. No puede ser de otra forma: todo forma parte de las imágenes que creas. Por eso una muerte es una tragedia y mil un cálculo. Por eso la levedad que atemoriza. Por eso el mundo es un teatro sin fin, con una obra incomprensible y una dicción apresurada. No quisiera morir sin haber intentado algo que me acercase más a la comprensión de que puedo llegar a convencerte de que existo, he pasado por la vida, tuve mis pequeñas alegrías y he sufrido.
La noche engulle la luz y un viento traído de otra época recorre la espalda de la ciudad. Pocos recorren las aceras, escondidos bajo sus techos, mirando las paredes o pantallas, preguntando a la sombra, con el sabor metálico de la ansiedad en la garganta, pugnando por ser más reales, deseando nacer y hacer nacer su mundo, locos por aprender a existir en los ojos de todos, ocupados demasiado sin haber aún aprendido a ver...