Hay mañanas en las que el mundo parece resistirse al ruido. Las asocio a un sol cansado y agradable. Hay tardes lentas y luminosas en las que el silencio asciende con la luz y se transforma en un don, inmerecido, mas necesario. Todo respira en un sigilo antiguo, como si la calle, los pájaros, las ventanas mismas, se hubieran puesto de acuerdo para suspender la maquinaria del tiempo. En esos momentos, uno se descubre caminando más despacio, cuidando no perturbar con su sombra ese frágil acuerdo. Un susurro de hojas secas bajo los pies basta para recordarnos que también somos parte de lo que se rompe. Somos de aquel país siempre en un crepúsculo mortecino y suave, donde respira el silencio.
Me he preguntado muchas veces por qué nos (me) seducen tanto las ruinas, las grietas, los objetos olvidados. Tal vez porque ellos no luchan contra el desgaste, no temen desaparecer. Ya no sufren odio, rencor, la ambición desmedida de otros seres efímeros que en ocasiones parece todo lo que existe. Conllevan su desgaste con dignidad silenciosa. Una silla vieja, un libro mordido por la humedad, una fotografía desvaída... todos parecen decirnos: "Aquí estuvimos, y aunque ya no somos, aún vibramos". Que uno sepa sentir esa vibración o sólo perciba el silencio, poco importa. Hay música callada que construye paz de corazón.
A veces creo que vivimos demasiados días empujados por la prisa de ser alguien, de lograr algo. Pero el alma, pienso, tiene otro ritmo. Su respiración es lenta, circular, casi vegetal. El alma no construye imperios ni colecciona victorias; apenas murmura en los rincones donde los hombres olvidan mirar. Por eso, en días como hoy, me permito ser nadie: escuchar, tocar, pertenecer a las motas de polvo dorando la mañana.
He notado que los recuerdos más persistentes no son los grandes eventos, sino los detalles mínimos: el sonido de una cuchara en una taza de porcelana, el temblor de una hoja al caer, una mirada que duró apenas un latido. Somos esa suma de nimiedades, y en ellas, paradoja profunda que siempre nos traspasa, habita nuestra eternidad. La memoria no es un palacio, sino un jardín silvestre. No me pesará irme, pero sentiría pena de sentir al final que no lo cuidé como merecía, o que hubo días en los que no me esforcé en su cuidado. Porque afuera habitan todos los fuegos y la destrucción siempre parece pronta. Pero lo que existe es el momento de antes, el presente, donde respiramos, en el instante brillante cuyo fulgor ninguna eternidad sabe retribuir.
Quizá, después de todo, la salvación esté en aprender a habitar esos umbrales invisibles: el borde entre la luz y la sombra, la frontera entre el olvido y la presencia. Allí donde nada es del todo seguro ni definitivo. Allí donde, por un instante breve y perfecto, somos verdaderamente nosotros mismos. Allá lejos en un umbral silente, un camino dorado o una presencia inasible, allá en el terreno misterioso donde se construye el umbral mágico de las pequeñas cosas.
Esta entrada fue iniciada como una prueba de imitación de escritura de AI, que luego recibió algunas añadiduras. Ya diréis que os parece ;P
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