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domingo, 27 de abril de 2025

Inútil confesión. 27 de abril.

Todo acontecimiento es la suma de recuerdos, anhelos e imprecisiones de cualquier multitud, supongo. Creo que todos llevamos una carga de imágenes ajenas en lo que percibimos de nuestra propia historia. Y lo que significan la Iglesia, la fe y una idea de Dios siempre han estado presentes en los días de casi todos nosotros.

Hay una parte más meditada, que oscila entre cierto anticlericalismo primario y la fascinación también básica por la Historia y el arte, de las que el catolicismo es una isla de tradición en un oceano siempre cambiante. Quien sienta mas devoción acaso la pueda explicar con el símil de un faro contra una tormenta. Yo creo que usaría la de un rompeolas. En todo caso, la imagen de un Papa es poderosa y carismática, la del vestigio del Imperio de Roma y los ejércitos medievales, y los eremitas y loes estilitas, y la imagen de una cruz sombría contra el crepúsculo, y ostentación y lujo, y belleza inconcebible y al final de todo una pregunta ardiente. En fin, supongo que todos podríais añadir bastantes otras, vuestras o cercanas.

Para mí, la imagen de la Iglesia más indeleble en la memoria se asocia a la de los pueblos de mis padres, sin más. La espadaña contra el cielo inmenso, los toques a muerto algunas mañanas frías y tenebrosas, tocar las carracas por la calle el sábado santo, subir la rampa a la iglesia, el lugar apartado antes de la entrada, los bancos separados para hombres y mujeres (y arriba un piso para los más jóvenes), las reuniones después de la misa y los aperitivos. Todo mezclado, en fin, con una imagen inocente por ignorante e idealizada de unos momentos que invocan un sentido de comunidad que hoy siento perdido. 

Los curas pedían por el Papa en todas las misas. Todas las señoras cantaban los salmos, desafinando y poniendo su esperanza en que el azar de la vida fuera protegido por el velo amoroso de la virgen, los santos, la voluntad inescrutable del creador. Para prosperar, para reducir, para arreglar, para aliviar o cesar el sufrimiento. No puedo dejar de pensar que esa aproximación a la espantosa realidad de la vida, hoy envuelta en idealismo rosado insatisfactorio y falso, era más pura y dejaba más resquicios a la paz que la chatarra moral e ideológica que hoy promete otros paraísos tangibles a cambio de la justa ira. Acaso podemos sustituir Papas, Iglesia, Dios y los milagros, pero nunca podremos sustituir el perdón.

Nunca me gustó confesarme. Entendía, y no he cambiado mucho, que era una admisión de humanidad a otro humano que deseaba usar una pretendida autoridad para despojarme de ella y ajustarme a su molde. Sigo creyendo que la religión tiene una gran parte de control grupal y censura social, y esa intención ha sido replicada con éxito hoy en otros ámbitos. Y sin embargo...también creo, y me parece la razón profunda de su pervivencia, que la religión ofrece un intento de respuesta razonable y pura al problema tremendo e insuperable del alivio de la insoportable soledad humana y el silencio indiferente del mundo a lo que nos ocurre. Y es esa confesión inútil de soledad y pérdida la que siempre he sentido mía y no he encontrado forma de reparar.

En fin, puede que sí o quizá que no. En cualquier caso, para mí el significado de la muerte de un Papa es el del interés en la liturgia y la ceremonia del paso del difunto a la elección del nuevo, que me apasionan (intentaré reescribir algo sobre eso pronto)  y el pensamiento sereno y difuso de unos seres borrosos que ya no existen, a los que desearía ver y la idea de un tiempo antiguo donde a su sombra la vida ocurría y de cuya herencia soy un fruto más.

Ahora, mientras las nubes mortecinas pasan por mi ventana y el silencio del domingo pesa contra el tiempo que va arrastrándose, recuerdo las iglesias de esos pueblos, sus cigüeñas en los nidos, rumores de río y las riberas verdes, poblada la memoria de seres a mi imagen que acaso se puedan parecer a lo que fueron, allá lejos, en un territorio misterioso y distante donde ya no pueden llegar los impulsos de las palabras que tratamos de llevar hacia ellos y que causa en el corazón el temblor mínimo y escondido de un recuerdo traído a cada uno por los grandes eventos del mundo, en una miríada de confesiones inútiles que corren borrosas por el tiempo hasta disiparse en humo.



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